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El punto medio...

Sábado, 11 Oct 2025    CDMX    Antonio Casanueva | Foto: Pepe Pelayo   
"...No es una posición cómoda, sino una conquista que exige..."
El público asiste a los toros por razones diversas y busca emocionarse de tantas maneras como personas hay en la plaza. Están los exigentes, para quienes nada es suficiente: los toros tienen poco trapío, los toreros se colocan mal, los asistentes son villamelones y el juez regala orejas que restan seriedad al espectáculo. En el otro extremo están los festivos, los que van a pasarla bien y miden su disfrute por el número de trofeos que se conceden. Hay también quienes acuden por curiosidad, por costumbre familiar o porque la cita se ha vuelto un acontecimiento social. Y, en noches como la de ayer en Guadalajara, hasta los que van para gritar vivas a la Generala. 

Mi esposa pertenece al primer grupo. Es una taurina exigente, de gusto refinado. Busca la perfección, la ortodoxia. Para ella, la emoción nace de un toro íntegro y bravo, que transmita fuerza y energía, y de un torero valiente y artista, capaz de armonizarlo con temple y elegancia. 

No podíamos perdernos la corrida nocturna en nuestra querida Nuevo Progreso: era noche de emociones. Había que encomendarse a la Virgen de Zapopan, disfrutar de Diego San Román —el favorito de Guadalajara—, seguir la evolución del niño prodigio Marco Pérez y saludar a buenos amigos.

Ella llegó con anticipación. Yo, en cuanto el trabajo me lo permitió, corrí al aeropuerto rumbo a la Perla Tapatía. Pero VivaAerobus, como decían los revisteros antiguos, no tiene palabra de honor: el vuelo salió con varias horas de retraso. Terminé siguiendo la primera parte de la corrida entre el tráfico de la ciudad, a golpe de mensajes de WhatsApp.

Paloma es escritora. Cuida la prosa con la misma perfección que busca en cada gesto de la vida. Así que el placer de leer sus mensajes se mezclaba con el malestar de no estar con ella, y también con la frustración que me transmitía al no estar la corrida a la altura de sus expectativas. 

Llegué justo a tiempo para ver cómo los tapatíos aclamaban a su ídolo: ese torero al que vimos desde novillero en la placita de Tlaquepaque y que a más de uno nos ha hecho estremecernos hasta las lágrimas. 

Ya se imaginarán ustedes el contraste. Los gritos de "¡torero, torero!" y el júbilo popular chocaban con los comentarios de mi compañera de barrera, que se quejaba de la lidia dada por los subalternos, de la debilidad del de Boquilla del Carmen y de que el diestro hubiera brindado a un "inválido" para conseguir el aplauso fácil. 

Percibir esas diferencias de opinión en cada pase me recordó que la tauromaquia no solo es un espectáculo: es una escuela ética.

Fue entonces cuando recordé a Aristóteles y su concepto del punto medio. Para el Estagirita, la virtud es una disposición del alma que consiste en un término medio relativo a nosotros, determinado por la razón, tal como lo decidiría una persona prudente. 

Si lo llevamos al ruedo, ese equilibrio no significa tibieza ni resignación, sino sabiduría práctica: la capacidad de encontrar el punto justo entre el exceso y la carencia. El punto medio es una forma de armonía moral. No busca evitar el conflicto ni quedarse en medio, sino actuar con conciencia, guiado por la prudencia y no por las pasiones. Por eso, la virtud no es un instante de inspiración, sino un hábito que se cultiva al elegir bien, una y otra vez.

En los toros, como en la vida, el punto medio no es una posición cómoda, sino una conquista que exige lucidez y templanza. Ni la exigencia extrema del purista, que no encuentra placer si todo no roza la perfección, ni la euforia fácil del festivo que aplaude sin medida, alcanzan la virtud. El equilibrio está en el aficionado que sabe disfrutar sin perder el juicio, que exige sin amargura, que se emociona sin ingenuidad. Lo mismo sucede en el ruedo: el torero virtuoso no es el temerario que se entrega al riesgo sin medida, ni el frío calculador, sino aquel que logra armonizar valor y temple, impulso y medida, técnica y emoción.

El toreo es una escuela de la euritmia, de esa armonía que enseña a mantener la serenidad ante el miedo, la mesura ante el triunfo y la dignidad ante el fracaso. En la arena, como en la vida, la virtud no consiste en eliminar los extremos, sino en darles forma y sentido. Por eso, cada tarde de toros —entre el grito del tendido y el silencio del pase— nos recuerda que la plenitud no está en ganar ni en perder, sino en hallar ese punto justo donde el valor se vuelve arte y la pasión se convierte en razón.


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