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Otoño de la Fiesta

Lunes, 04 Oct 2021    CDMX    Horacio Reiba | La Jornada de Oriente   
"...lo que estamos viendo es un vacío que la pandemia agudizó..."
Cuando tantos indicios a la mano parecían anticipar ominosamente el invierno de las corridas de toros –los ha proporcionado generosamente la total inhibición de la empresa de la Plaza México, por ejemplo–, Sevilla dio un decidido paso al frente, secundada por Madrid, y sobreponiéndose a las restricciones de la pandemia puso en marcha una feria septembrina de extensión sin precedentes, secundada por la respuesta tumultuaria de su afición, que desbordó todos los diques para dotar de calor, color y entusiasmo los tendidos de la Real Maestranza, reabiertas sus puertas tras dos años de silenciosa espera.

Lo de menos es el resultado de las corridas, que confirmarían la supremacía del peruano Roca Rey, la impronta particular que hace de Morante de la Puebla un hito de sevillanía pura, la suficiencia profesional de El Juli, Manzanares y Perera –como si nada hubiera perturbado la firmeza de sus pasos por la plaza–, la tauromaquia entre dramática y patética de Paco Ureña, la templada sencillez de Pablo Aguado, lento hasta para reaccionar, lo que le costó un nuevo percance, y el justo reconocimiento a la clase de Juan Ortega y su maravilloso toreo de capa, sin que el muy puesto y dispuesto Daniel Luque desmereciera en momento alguno, como tampoco el sobrio y clásico Emilio de Justo, genuinos artistas los tres últimos, emergidos de prolongado ninguneo empresarial y cuya rebeldía representa un rotundo yo acuso al sistema. El resabio queda, pues el palco se permitió desoír alguna petición de apéndices para ellos a cambio de las fáciles orejas cobradas por algunas figuras, entre las cuales desde luego no se cuenta Andrés Roca Rey, igualmente medido con otra vara.

Y entre tantos motivos para la esperanza, la inquietud despertada por la desigual aportación ganadera, con notorio predominio de la sosería y algunos encierros de trapío francamente reprochable –por exceso o por defecto–, lo que pone en entredicho la subida de casta y clase del toro español registrada en el último decenio.

Una feria de San Miguel compuesta por 14 festejos. Lo nunca visto. Con ello, Sevilla le cierra el paso a cualquier idea de decadencia, por lo menos dentro del opulento coto andaluz.

Las Ventas, en posición de firmes

Madrid también se lanzó al ruedo y la gente se precipitó sobre las taquillas en busca de las localidades autorizadas por el precautorio recorte sanitario; pero si los sevillanos celebraron con una alegría sin remilgos el retorno, la capital reafirmó su reconocido talante belicoso, incluso a cambio de llevarse por delante a los espadas más modestos, que bastante hicieron con salirle a la complicada victorinada del domingo anterior. Casualmente, la lupa más potente se aplicó sobre el valeroso Jesús Enrique Colombo, a saber si por rechazo natural de su esforzada tauromaquia o por ser extranjero y para venezolano, país abominado desde la corrección política.

Ningún prejuicio, en cambio, estorbó la apoteosis de Emilio de Justo y su puerta grande del sábado, tan bien ganada como la oreja que le cortó El Juli al excelente abreplaza de Domingo Hernández, cuyo lote flojo le correspondió al sevillano Juan Ortega, que se tuvo que conformar con muestras homeopáticas de buen arte. 

Y a tono con los usos y costumbres venteños, dos novilladas con cuajo de corridas de toros. La primera, de Fuente Ymbro, les vino grande a los tres integrantes del cartel, así haya cortado Manuel Diosleguarde –que naturalmente no se apellida así la primera oreja de la feria.

En la del viernes último se presentaba ante la cátedra matristense el tercer miembro de la hidrocálida familia Adame, Alejandro, y el caso es que hizo lo más torero de la tarde por desenvoltura, ligazón y clase. Fue con el tercero de López Gibaja, único que metió la cabeza con cierta derechura. Lo del mexicano tuvo sabor y temple, pero al final tuvo que echar mano del descabello, falló de primeras y se tuvo que conformar con saludar desde el tercio la única ovación fuerte del festejo, pues sus alternantes Alejandro Fermín y Andrés Olmos se fueron en blanco.

Lo mejor es que el tercero de los Adame toreros enseñó intuición, decisión y, lo más importante, un incipiente sello propio. Por lo que hace a la notable dinastía aguascalentense, el toreo, en México, estaría a buen resguardo. Pero…  
Invierno en México. Mientras en España los actores y factores de la Fiesta se combinaban para representar la parábola del superviviente con todos sus excesos triunfalistas, incluso bajo la forma de ese aparente antitriunfalismo característico de Las Ventas, nuestro país ha puesto en evidencia la triste resignación del derrotado de antemano.

No hay en esto sorpresa, lo que estamos viendo –lo que no estamos viendo– es un vacío que la pandemia agudizó pero en realidad viene de lejos. Hace poco más de medio siglo, Dominguito "Dominguín", contemplando los repletos graderíos de La México una de tantas tardes de lleno absoluto en Temporada Grande, expresaba su admiración por una afición "que ama tan apasionadamente su Fiesta que no le importan las atrocidades que acostumbran cometer en su contra las empresas de este país". Aguda observación que, por desgracia, tenía fecha de caducidad, algo que por entonces nadie sospecharía.

La decadencia empezó con el desbravamiento del ganado –años 80: el post toro de lidia mexicano al acecho–, pero el tiro de gracia iba a asestarlo, efectivamente, una empresa capaz de empeorar todos los antecedentes, la misma que mantuvo bajo su control el coso de Insurgentes durante 23 larguísimos años durante los cuales sometió a una torería progresivamente apocada y disminuida, cultivó un entreguismo que increíblemente convertiría a México en un enclave colonial más a la manera sudamericana, y acabó por alejar, aburrido o asqueado, al aficionado aquel del que hablaba con admiración Domingo González Lucas mientras paseaba la vista, alguna tarde de los años 50, por los repletos tendidos de la Monumental.

Los usos y costumbres monopólicos, el malinchismo exacerbado, la autorregulación llevada al absurdo, el profundo desdén por el aficionado y por la Fiesta, he aquí las verdaderas causas del invierno de la Fiesta en México.
Y, como contraste, la lucha por sacarla a flote que, con las reservas del caso, se está dando este otoño en España.

Colofón

Tres años sin Talavante son muchos años. Uno y ocho meses sin toros en La México son una eternidad.


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