Valencia, la luminosa Valencia española, es tierra de derroche. Al carácter levantino le va al pelo eso de "que no falte de ná". Y, si puede ser,  que sobre. Sobra de todo en Fallas, y en especial pólvora, para "mascletás", para castillos, para tracas, para petardos. Y, como remate a lo grande, en una noche se quema el duro trabajo fallero de todo un año para alejar los malos espíritus y convertir en humo la negatividad.

La frase típica del valenciano tópico, y más en estos últimos años de vacas gordas, es esa sobrada de "será por dinero", mantra de obras faraónicas infrautilizadas, guión de artificiosos alardes artísticos y deportivos, excusa manida para la corrupción... Por derrochar, en Valencia se derrocha hasta en toros, con un abono fallero que el pliego de condiciones de la Diputación exige alargado mucho más allá de lo razonable. Será por toros…

Pero programar una docena de tardes, o mañanas, de toros en una ciudad con sólo cuatro días realmente festivos, y esperar que todas sean rentables se antoja una utopía que la propiedad de la plaza quiere que la empresa convierta en realidad.

El aislado ejemplo de San Isidro, con ese abono estirado hasta el peligroso límite de un mes entero, ha provocado extendidos intentos de emulación cuyo sinsentido se hace más evidente ahora que las burbujas han estallado y de aquella economía grosera de hace unos años sólo queda el arrepentimiento.

Por eso mismo, pretender que, en plena crisis galopante, la plaza de Valencia se llene durante cinco días laborables a las cinco de la tarde, con todos los trabajos en funcionamiento y los comercios abiertos, es un empeño de ilusos. Que nadie se pierda por extraños vericuetos para explicar las pobres entradas registradas en la feria de Fallas durante la primera mitad del abono, porque ni la culpa la tienen los hierros “toristas” ni los carteles mejor o peor rematados.

La única razón de los tendidos desolados de Valencia es la sinrazón de un pliego que, en tres años, se ha quedado al margen de la realidad social y económica de la ciudad. Y que, sobre todo, es ajeno su propio ritmo de vida y de fiesta. Por algo sería que, hasta hace unas décadas, la gran feria valenciana era la de julio, frente a los dos o tres festejos que se daban por San José.

Y es así como, mientras los políticos valencianos pretenden sacar pecho por tener una feria de marzo cargada de festejos, la empresa se ve obligada a aplicar una reducción de gastos de organización que va en contra de la calidad del espectáculo y que acaba ofreciendo una engañosa y forzada imagen de decadencia y desinterés de la Fiesta.

Caso similar, pero al margen de la política, es también el de la vecina Castellón, donde la sociedad de propietarios de la plaza exige al empresario el mismo o parecido canon de arrendamiento de hace cinco años.

Pero lo que puede parecer un favor no es sino otra trampa para osos: no ha habido subida del alquiler, aunque sí ha caído, y en picado, la economía de la región. Allí donde hasta no hace tanto, gracias al empujón que “el ladrillo” le dio a las cientos de fábricas de azulejo, se desconocía su significado ahora la palabra paro es la más repetida entre una deprimida población a la que, como inercia de tiempos mejores, se le presenta una inflada y poco sugerente oferta taurina.

De ahí, y de ese también culpable acatamiento empresarial de tan suicidas condiciones, derivan las programaciones taurinas a la defensiva, tanto toro de outlet, tanto cartel low cost y sus consecuentes resultados decepcionantes. De ahí esa imagen generalizada de una fiesta en retroceso que arrojan los dos primeros abonos relevantes de la temporada española.

Más que perder el tiempo en desesperantes discusiones bizantinas dentro del gueto del aficionado, sería mejor exigirle a los taurinos y a los políticos que les condicionan una aproximación a la calle, para que el toreo encuentre su sentido real entre los hábitos de la sociedad.