Este año no iré a Michoacán a conmemorar el Día de Muertos. Es, quizá, el lugar donde como en ningún otro sitio del mundo, la muerte se presenta como parte de la vida: no como negación, sino como plenitud. Pero también es, hoy, un ejemplo doloroso de manipulación.
No tengo ganas de volver a un lugar que, siendo hermoso, está gobernado por quien pretende reescribir sus símbolos y profanar su liturgia. Porque no hay traición más grave que la del poder que se disfraza de modernidad para quebrar un sincretismo que ha unido la fe, la memoria y la identidad de una población.
Hannah Arendt advirtió que cuando la verdad deja de importar –cuando todo se relativiza o se manosea–, la sociedad pierde sus puntos de referencia y abre el camino al dominio ideológico. Michoacán, en ese sentido, se ha convertido en un espejo: nos recuerda cuánto puede pervertirse la cultura cuando la autoridad decide apropiarse de los muertos.
En otros años he escrito sobre el Día de Muertos como una celebración de la vida; una síntesis prodigiosa donde lo indígena y lo hispánico encontraron una armonía perfecta. En esas fechas, la muerte no era tragedia ni derrota; era una comunión, un lenguaje de flores, copal y silencio.
Pero hoy ese sincretismo –fruto de siglos de sabiduría popular– corre el riesgo de ser reducido a un espectáculo vacío o manipulado desde el gobierno. La misma cultura que antes unía a vivos y muertos se utiliza ahora para legitimar ideologías animalistas y antihispanistas que nada entienden del alma. Porque el Día de Muertos no es una postal ni un desfile: es una teología encarnada en los gestos más humanos.
Lo decía Carlos Fuentes: todo es vida, incluso la muerte. Hoy conviene añadir: todo es memoria, incluso la resistencia. Porque cuando la realidad se manipula, lo que se destruye no es el pasado, es la posibilidad de tener un futuro con sentido.
Esa sabiduría que convierte la muerte en comunión tuvo siempre su espejo más vivo en la plaza de toros. Por eso, en Morelia, el momento más taurino era la noche del 2 de noviembre, cuando la ciudad se vestía de fiesta para celebrar a los muertos con una corrida de postín. No era casualidad. Pocas imágenes condensaban mejor el sentido mexicano de la vida que un toro embistiendo bajo las luces, mientras en los altares se encendían velas por los que ya no están.
Este año no habrá toros en Michoacán. El gobernador Bedolla y sus legisladores prohibieron la tauromaquia, presentando la medida como un gesto de progreso. Pero prohibir los toros no es un acto de compasión, ni de avance, es censura: un intento de reescribir los símbolos para esconder una realidad más dolorosa –la de un estado herido por la violencia, donde la muerte, en lugar de honrarse con liturgia, se padece.
Lo que ocurre en Michoacán es más que una prohibición: es una advertencia. Arendt lo explicó con lucidez, "el resultado de un reemplazo constante de la verdad por la mentira no es que las mentiras sean aceptadas como verdad, sino que el sentido con el cual nos orientamos en el mundo real queda destruido". Cuando el patrimonio cultural se suplanta por consignas, los ciudadanos pierden su brújula moral.
Y, sin embargo, mientras aquí se reprime lo propio, el mundo lo celebra. Ilustro este texto con una imagen captada en Times Square: una catrina vestida de luces que desfiló en Manhattan como parte de una celebración oficial del Día de Muertos. Más allá del folclor, la escena revela algo esencial: lo que aquí se censura como anacrónico, afuera se honra como identidad.
Por eso este año no iré a Michoacán. Pero seguiré defendiendo lo nuestro. Porque perder la conciencia de la verdad sería seguirle el juego a los tiranos. Y frente a ellos, la única respuesta posible es seguir celebrando la vida, aunque sea desde lejos.