Lo que en México llamamos encerronas –carteles de un único espada con seis toros– tiene su prueba máxima cuando se anuncia en la plaza grande de Madrid. Así ha sido a lo largo de la historia, desde Lagartijo y Frascuelo hasta El Juli y Talavante, pasando por Gallito, Armillita, Antonio Bienvenida, Luis Miguel Dominguín, Paco Camino, Capea y tantos más, figuras o no.
La prueba es de tal calibre que muy pocos consiguieron librarla añadiendo laureles a sus respectivos historiales. En los años finales del siglo XX solamente José Miguel Arroyo "Joselito", que se encerró dos veces en Las Ventas y ambas las resolvió con rotundidad de torero grande.
La primera de ellas corresponde a la Beneficencia de 1993, tarde en que sumó tres apéndices para salir de la plaza en hombros. Hoy vamos a referirnos a la goyesca del 2 de mayo de 1996, encuadrada en la llamada Feria de la Comunidad que sirve de preámbulo al maratón isidril de todos los años.
Esa tarde, ante una entrada completa y bajo un nublado amenazador, el madrileño que desde muy joven había tenido el atrevimiento de hacerse llamar Joselito se presentó ante sus paisanos vistiendo un terno verde botella con los escuetos adornos áureos de la ropa goyesca. En toriles dos ejemplares de Antonio Ordóñez, dos de El Torreón y dos de Las Ramblas; luego, como cierraplaza, saldría un manso de Cortijoliva que dio lidia de toro antiguo. Como para que nada faltara en una tarde que era de desafío tácito al resto de la torería andante, cuyas figuras más visibles eran en ese momento Enrique Ponce y Francisco Rivera Ordóñez. Se trató, sobre todo, de un reto de José a sí mismo y su propia capacidad torera. En las tres facetas clave de la profesión: arte, valor y maestría.
Retrospectiva
A ojo de pájaro, las encerronas madrileñas que han dejado recuerdo se inician en mitad de la pugna Lagartijo-Frascuelo. La empresa de la Villa y Corte les ofreció, como cierre de la temporada de 1872, triunfal para ambos, sendas corridas de seis toros de la misma ganadería (Antonio Hernández), por separado. Sus discretos resultados no serían los de la consagratoria encerrona de Joselito El Gallo (04-07-14: tres orejas), o la trágica de Manuel Mejías "Bienvenida", herido de gravedad por un toro de Trespalacios (10-07-10).
Y los carteles de un solo matador fueron sucediéndose, hasta que uno de los hijos del frustrado Papa Negro, Antonio –ya en Las Ventas–, hizo suya la costumbre de partir plaza como único espada; cuando, tras varias encerronas triunfales, intentó matar doce toros el mismo día –por la tarde y por la noche– sólo consiguió dar cuenta de nueve… y de una contractura muscular que le impidió redondear la hazaña (16-06-60).
Once años antes, Luis Miguel Dominguín había pasado por la humillación de cortar apenas una oreja dos días después de que Raúl Acha "Rovira" –para más, argentino naturalizado peruano– se alzara con cuatro apéndices como pasaporte de la puerta grande de Las Ventas (03-07-49).
Dos gestas insignes: en la corrida de Beneficiencia de 1970, Paco Camino, apartado de los carteles de San Isidro, se las ve con astados de seis hierros andaluces –incluido el de Miura–, y obsequia el sobrero para sumar una oreja más, la número ocho de su histórica tarde (04-06-70). Todo un récord.
De manera similar, El Capea toreó en solitario seis cárdenos de Victorino Martín en la de la Prensa de 1988, sobrellevó con entereza pero sin triunfo la lidia de los cuatro primeros, difíciles, y se destapó con el quinto "Cumbrerillo", y con el sexto, a razón de dos orejas y una más. Años después, José Tomás declararía que fue precisamente viendo –y sintiendo– los naturales extraordinarios que Pedro le cuajara al enrazado "Cumbrerillo" que decidió hacerse torero. Nada menos.
Tarde lluviosa
Pero estamos en los prolegómenos de la segunda encerrona de Joselito, la goyesca del 2 de mayo de 1996. Llueve desde temprano, húmeda la arena y lleno el graderío. Reconcentrada expectación, y una ovación unánime cuando asoman las cuadrillas, que parten plaza con un único capitán al frente. El resto es historia grande.
Lo primero que resaltarán en las reseñas es la espléndida variedad capotera de José Miguel Arroyo, que no perdonó un quite y trazó con su percal de envés morado navarras, delantales, gaoneras, orticinas, crinolinas, faroles, tafalleras, cordobinas… hasta chicuelinas, vaya.
La gente, encandiladísima. Los astados, colaboradores. Fieles a una costumbre inveterada, los cronistas españoles equivocaron casi todas las denominaciones de los lances de origen mexicano. Pelillos a la mar. Porque faltaban las faenas de muleta –ya no banderillea José, que antes lo hacía--. Faltaban los seis capítulos de la lección magistral de mando, temple, entrega y sentido clásico de la lidia que, como nunca, expuso ese 2 de mayo el gran torero de Madrid.
En tarde soñada, acertaría además con seis formidables estocadas. Ni un solo pinchazo. Ni un golpe de verduguillo. Y sólo porque los dos últimos bureles desentonaron claramente no sobrepasó la marca de seis orejas. Como para que alguien venga y lo supere.
Toro por toro
Al primero, de El Torreón, lo lanceó clásicamente y quitó por orticinas. Toro noble, medido de fuerza y quedándose corto, Joselito lo toreó como si fuera bueno, dueño de un enorme desparpajo. Tras la estocada, primera oreja a su espuerta.
El de Las Ramblas que hacía segundo fue devuelto por inválido y salió uno de Cortijoliva, imponente. Aunque manseó de salida, José quitó por navarras y llevó la lidia como un maestro. Y en la faena, supo extraer cuanto de bueno tenía el burel, que no fue poco, pues terminó encastado y yendo a más, para regocijo de todo mundo, el torero en primer lugar, pues se rebozó de toreo fino, garboso y mandón y lo estoqueó ejemplarmente. Las dos orejas estaban cantadas.
De Antonio Ordóñez era el tercero, un castaño rebarbo con muchísima plaza. Sorteando rachas de viento, quitó por ajustadas gaoneras y alegres faroles, y con la muleta supo colocarse a la distancia que requería un toro serio y noble pero apagado hasta conseguir que fuera dando de sí. Otra faena in crescendo, fácil, inspirado el artista y, en su burladero interior, loco de felicidad el hijo del Niño de la Palma. Otra estocada –muerte lenta del colorado– y otra oreja de ley. La cuarta.
La segunda parte de la corrida la abre un ejemplar de Las Ramblas, que galopa alegre y le inspira a José un auténtico recital capotero: chicuelinas andantes al estilo de Pepe Ortiz, fregolinas un tanto movidas pero sumamente vistosas y, sobre todo, un quite por crinolinas –el complicado lance capote a la espalda con giro inverso y cambio d emano que patentó en los años cincuenta Eliseo Gómez "El Charro"– que puso la plaza de cabeza, con revuelo de sombreros y toda la cosa. Marco ideal para que Joselito desgranara la cuarta faena triunfal de su memorable tarde, mejor si cabe, más ligada y vibrante que las anteriores, pues el de Las Ramblas planeaba que era un contento.
Del triunfal conjunto, variadísimo además, sobresale una tanda al natural irreprochable de sabor, temple y belleza. Incluso prescindió de la espada para enredarse al toro en una insólita tanda en redondo con la derecha. La plaza es un clamor, nadie se acuerda del frío, la llovizna y las eventuales rachas de viento. Y el que menos José Miguel Arroyo, que cuadra al toro, se deja ir tras la espada y la sepulta hasta las cintas en la mismísima cruz. Dos orejas, y llegó a pedirse el rabo.
¿Se rompió allí el encanto y lo sucedido en dos últimos toros no merece mayor comentario? Al contrario, ante par morlacos a contraestilo –quedándose corto y tirando gañafones el sustituto del quinto, devuelto por inválido, y un burraco decimonónico por estampa y por su bronca y amoruchada lidia de manso huidizo el cierraplaza, castigado con banderillas negras; de El Torreón aquél y de Cotijoliva éste–, Joselito se portó como un catedrático, aprovechando los inconvenientes de ese par de galafates para hacer dos faenas didácticas, de valor y exactitud profesoral, perfectamente rematadas con el acero. Las dos veces, sendas ovaciones clamorosas lo llamaron al tercio.
Hablar de apoteosis y salida en hombros es quedarse corto. Fue una tarde para vivirla en su día y no olvidarla nunca.