Tauromaquia: San Isidro, a la distancia
Lunes, 25 May 2015
Puebla, Pue.
Horacio Reiba | Opinión
La columna de este lunes en La Jornada de Oriente
A partir de la segunda mitad del siglo XX, la tauromaquia contemporánea tiene en la feria madrileña un referente de tal manera crucial que, si no existiera, habría que inventarla. Toda la frivolidad que no escasea en el resto de las citas taurinas del año, a los dos lados del Atlántico, hace mutis por el foro en cuanto suena el clarín llamando al primer paseíllo de la isidrada.
Con esa prolongada y aguda vibración, el toreo recupera todo su rigor ritual, palpable en la seriedad de los toros, los semblantes de los toreros –de oro, de plata y de a caballo– y la concentrada atención del público, que no son los mismos de las demás ferias, plazas y temporadas del mundo. San Isidro, la cita anual donde el mito y el rito mejor se aúnan y autentifican.
Buen año de toros
Pero muchas veces, la cosa se pasa de tueste y la serie isidril se desgobierna, llevándose el toreo al despeñadero. Por causa del ganado principalmente, pero también porque la responsabilidad atenazó y traicionó a los toreros, o el público pasó de exigente a intratable, tornándose en factor negativo. Mas 2015, por lo visto, es una feliz excepción. El campo bravo hispano ha puesto sobre el ruedo de Las Ventas un puñado de dignísimos representantes del toro de lidia, variados en atributos pero con la casta y la bravura como denominador común. Toros como "Agitador" (Fuente Ymbro), "Fanfarrio" (Parladé), "Joya" (Pedraza de Yeltes), "Garza" (El Risco), "Lenguadito" (El Torero), "Peladito" (Alcurrucén) o, en menor medida, aunque no muy por debajo de los anteriores, "Mojito" (El Cortijillo), "Adobero" (El Montecillo), "Botijito" (El Ventorrillo), "Facilón" (Parladé), "Guajiro" y "Miralto" (El Pilar).
Además de las novilladas de El Parralejo y Conde de Mayalde, bellas y nobles ambas, o la corrida para rejones de El Capea. Con otra novedad: fuera de un par de ellos, inútiles para la lidia, no hubo que devolver más toros al corral. Todo lo cual demuestra que, con afición, conocimientos y buena voluntad por parte de los criadores, la bravura puede ser una veta inagotable.
Y de toreros
En su mayoría, ese excelente ganado topó con diestros dispuestos a plantarles cara y recitar ante el exigente cónclave venteño las razones de su arte; y ante empresas remisas y climas mediáticos adversos, las de su coraje y pundonor toreros.
Así fueron desgranando su tauromaquia, entrando en el ánimo de la gente e inyectando vigor a la feria veteranos de mediana edad y expresión asolerada –como Eugenio de Mora, Miguel Abellán o Morenito de Aranda–, jóvenes en reclamo de sitio más elevado en el escalafón –como Joselito Adame, Juan del Álamo o el infortunado Jiménez Fortes– figuras en plenitud, a veces maltratadas por la crónica sabihonda –Alejandro Talavante, Sebastián Castella, José Mari Manzanares– y otros que, sin triunfar plenamente, han sacado lustre a sus toreras armas en la inminencia de los bien desarrollados pitones que todo ganadero convocado a San Isidro se siente en la obligación de presentar, casos de Diego Urdiales, El Payo, Iván Fandiño, Juan Bautista y alguno más. Sin faltar aquellos con quienes fue esquiva la suerte –encarnada en astados definitivamente impropios–, lista que bien pudieran encabezar nuestros paisanos Arturo Saldívar y Diego Silveti, o Miguel Ángel Perera, rotundo triunfador del año anterior.
No podían faltar, como toda la vida, tardes de franca decepción. Pero han sido pocas, y aun entonces algo bueno se vio, fuese por parte de matadores o subalternos. Y ni hablar del recital de buen rejoneo que dieron Diego Ventura –en su salida triunfal número 12 por la Puerta de Madrid–, y con él Sergio Galán, largamente olvidado por los que confeccionan carteles de rejoneadores, y un Leonardo Hernández dos veces cumbre, incluso anteayer con los Bohórquez.
O de la entrega de novilleros tan artistas como Posada de Maravillas o tan auténticos como Gonzalo Caballero y el peruano Andrés Roca Rey. También, dentro del juego de claroscuros que es la fiesta, se hizo presente el drama –impresionante cornada al malagueño Saúl Jiménez Fortes–, entre percances menores –Posada de Maravillas– y sustos sin consecuencias. Y aunque de repente hubiese asomos de herradero, no llegan a empañar el magnífico desempeño de numerosos hombres de plata o pasamanería y más de un picador con clase y casta y lo que hay que tener.
Público y prensa
Para bien de la fiesta, el ánimo de la gente se ha presentado menos arisco y más atemperado de lo habitual. Medido en sus juicios pero entusiasta del buen toreo, el público de Las Ventas ha estado este año más receptivo y menos proclive a la guerra intestina. Sin influir prejuiciosamente en favor de diestros de su predilección –como Talavante o Urdiales—ni cerrarse en banda por mor de militancias oposicionistas –Manzanares, quién más. Si acaso algo frío ante demostraciones de sobrio torerismo –El Payo, Pepe Moral, Antonio Ferrera, Perera–, cuando el adversario carecía de empuje para ligar embestidas. Ante lo cual el tendido y los entendidos madrileños no se cansan de reiterar una terminante, aunque a veces discutible, intolerancia.
La crónica taurina, más abundante que nunca debido a la variedad de medios disponibles, no se apea, sin embargo, de ciertas tendencias esquizoides. Por fortuna, y sin que falten anacrónicas contumacias, la casi invariable unanimidad en el ditirambo hueco de la era franquista quedó definitivamente desterrada. A cambio, está al uso un tecnicismo que, cuando se pasa de espeso, suele caer en la fría insensibilidad, afectando por igual a toros y toreros. Pero puesto en el tono adecuado –sin regalar el elogio ni tampoco regatearlo cuando así proceda–, enriquece y orienta. Y eso que uno, como buen mexicano, viene de una tradición centrada en la celebración del toreo y la exaltación de sus valores y autores más genuinos. Lo que nos hace quizá más sensibles a festejar lo grato que a aplicar mirada inquisitorial sobre cuanto ocurre en la arena.
También a registrar con presteza y desagrado ese otro tipo de posturas que, desde la trinchera de una sabiduría que presume de irrefutable –y que, por tanto, más cuestionable y a menudo errónea resulta–, enarbolan quienes pontifican sin recato y reparten desdeñosos reveses a diestro y siniestro. Estos críticos inaccesibles a la plenitud anímica que el toreo grande, cuando se produce, supo siempre concitar, son un lastre para la fiesta en general y para el aficionado novel que decide tomarlos como guía en particular. Y casualmente son los que más resistencia han opuesto a reconocer como la faena de la feria, hasta ahora, la de Sebastián Castella con "Lenguadito", estupendo reserva de El Torero, injustamente privado el día 21 del premio de la vuelta al ruedo.
Como el espacio disponible se agota, esta circunstancia nos evita hablar de otro tipo de resistencias, tan atávicas como evidentes, cuando de juzgar la labor de toreros extranjeros se trata. Pero eso da tema sobrado –y hasta obligado– para una columna futura.
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