Se ha cumplido ya la tercera parte de la larguísima feria de San Isidro y las orejas van goteando tarde a tarde, pero sin que el depósito del entusiasmo se desborde con una gran faena o un triunfo merecedor de la Puerta Grande.
Claro que esas orejas sueltas –hablando sólo de las cortadas a pie- llegan ya a un total de siete para los matadores de toros y dos más para los novilleros. Es decir, casi tantas como las cortadas en el global de las veintitantas tardes de alguno de los últimos y nefastos abonos isidriles, por lo que la empresa ya tiene suficiente agarradero para echar las campanas al vuelo cuando llegue la hora de hacer el balance final del ciclo.
Claro que, yendo a los árboles y no al bosque, lo que nos deja ver el turbio panorama madrileño del 2015 es una feria que, insistimos, hasta el momento no ha dado muchos motivos para la euforia. Con muy pocos toros destacados, apenas para contarlos con los dedos de una sola mano, la mayoría de esas orejas han llegado por la vía del esfuerzo de los matadores o la puntual benevolencia de los espectadores.
Las de mayor peso de las siete son las que pasearon Alejandro Talavante, como premio a la que, por inteligente, compacta y bien estructurada, es la mejor de todas las faenas presenciadas, la de Joselito Adame del último domingo y, por méritos sobrados, la arrancada por Jiménez Fortes a un mastuerzo de Salvador Domecq la tarde del vendaval en que acabaría resultando corneado en el cuello cuando andaba en busca de la puerta grande.
Ese triunfo empañado en sangre del malagueño llegó, como ya es casi exigencia de esta tortura taurina, por la vía heroica, por esa épica casi desesperada a la que, como costumbre del encrespado contexto madrileño, se ven forzados por la circunstancias tantos y tantos toreros que han de romper las infranqueables barreras del sistema empresarial vigente.
Sin someterse a manejos comerciales como otros compañeros sostenidos ya sin mayores argumentos en el candelero, y sin ninguna ventaja ni facilidad a la hora de anunciarse incluso en Madrid, a todos estos aspirantes independientes a la gloria no les queda otra que seguir golpeando en hierro frío y saltarse los límites de la lógica para encontrar la salida de ese inmenso laberinto profesional.
Y eso fue lo que hizo Jiménez Fortes, al que algunos pazguatos seguirán acusando de “inmolarse” y de no mantener la prudencia durante ya cuatro temporadas de constantes percances. Pero qué otra le quedaba al torero, con ese único paseíllo en la feria y ante una corrida basta y descastada lidiada bajo un huracán…
Así están las cosas en una feria en la que todo parece diseñarse en contra del toreo y de la lógica taurina, en este supuesto “campeonato mundial” del toreo que se disputa con balones deformes –una gran mayoría de corridas impropias del evento y del escenario-, un terreno de juego lleno de trampas y unas condiciones climáticas casi siempre antitaurinas.
Y eso por no hablar de un público nada sensible y que, en su prurito de “cátedra”, parece casi siempre la hinchada contraria de los toreros. Porque eso era, una hinchada nada taurina, la masa que el otro día se agolpaba en el patio del desolladero, al olor y el sabor de la sangre de los últimos toros arrastrados, ante una insólita pantalla gigante de televisión allí instalada y en la que fracasaba el Real Madrid.
Pero para muchos el toreo, el buen toreo, el respeto a la tauromaquia y a los hombres de luces, puede que sea lo de menos. Importa más, mucho más, para el negocio de unos pocos y para decadencia de esta feria, que cada tarde se sigan sirviendo miles de gintonics en los tendidos del templo, hasta convertir a la plaza de Las Ventas en un inmenso bar de copas.
Durante, antes y hasta después de cada corrida, cuando, hasta la sala de prensa llegan los estentóreos secos de la música en directo de ese singular “after hours” en que han convertido uno de los bajos de la plaza, donde la “marcha” sigue estridente e impenitente aunque a escasos metros, en la enfermería, los médicos sigan interviniendo a un hombre con la garganta atravesada por un pitón.