Meditar es algo muy humano. Y muy taurino. En la plaza y fuera de ella reflexiona, medita, rumia en soledad el torero: ese rostro oculto tras el capote o la montera, mientras suena el clarín y crujen los goznes del toril, tanto tiene de oración como de meditación. Pero meditan también, y más de lo que parece, el ganadero, el apoderado, el empresario, el crítico --¿por dónde le meteré mano a esta corrida tan insulsa… o a este indulto inexplicable?
Y, por supuesto, medita el aficionado, que se preguntará si siempre fue así de bobo y fofo el fiero toro de lidia. Y quizás, incluso, el mero y casual espectador, que alguna vez tendrá que cuestionarse por el significado real del consabido torito de regalo, que a lo mejor redime en carambola al diestro obsequioso y a él mismo, al proporcionarle una justificación a su abandono de la familia, y un precario asidero al dispendioso gasto del boleto y consumos adyacentes.
Quiero decir que, en algún momento de ese encuentro con uno mismo, todos somos susceptibles de incurrir en autocrítica, por más que intentemos alejar enseguida ese fantasma para retomar la comodidad del autoengaño, tan nocivo como difícil de evadir. Sonará extraño, pero hasta creo que un juez de la Plaza México, por ejemplo extremo, podría llegar a verse tocado por esa lucidez reflexiva, y quizá hasta se permita un momentáneo arrepentimiento por las barbaridades que habitualmente perpetra.
Claro que, como los toreros retirados cuando fuera de edad y sitio anuncian su vuelta, o como los muchos publicronistas al servicio de un negocio que se cae a ojos vistas, el señor juez pondrá a funcionar ipso facto su botoncito interior de retorno a la lógica envenenada que lo esclaviza. Y pensará que, después de todo, el camino que eligió –o que lo eligió—no tiene otra salida. Es la huida hacia adelante, error tan común en los seres humanos.
Aproximación al vacío. Pero lo que viene ocurriendo en la presente campaña capitalina tendría que poner a meditar a todos los actores de un drama –la fiesta de toros—que en México se parece cada vez más a un insulso sainete. Si dos indultos tramposos y una decena de devaluadísimas orejas son incapaces, en su triunfalismo chapucero, de llevar a más de tres mil curiosos a una plaza que estuvo reputada entre las principales del orbe cuando ni remotamente habitaban el área metropolitana 18 millones de personas, algo muy gordo está sucediendo o está a punto de ocurrir. Como en las películas futuristas de signo apocalíptico, los colores de nuestra tauromaquia se difuminan y el paisaje se regodea en su propia decadencia, dominada la escena por vestigios de un pasado esplendoroso, del cual quizá sobreviva, como remedo, algún artificioso festín de ciegos en desesperada evasión de la realidad.
Diseñado por el diablo
Entre otros motivos de preocupación, hemos visto tocar fondo al cartel femenil. Lo que alguna vez nos pareció pintoresco y hasta taurinamente interesante, convertido en esa iniquidad de echar a los leones a tres muchachas habitualmente abandonadas a su suerte por empresas, apoderados y medios. ¿Qué puede decirse de un sistema que las anuncia con el encierro más corpulento y enterizo de la temporada, mientras reserva novilladas fofamente engordadas para los ases de importación, que tan caro cobran por no llenar siquiera media plaza?
Porque la responsabilidad es de todos y no sólo de una empresa sin cerebro ni corazón: también le corresponde a una delegación sumisa y omisa, a una prensa insensible y superficial, y a un público que, en vez de indignarse y denunciar tamaño esperpento, al domingo siguiente hace salir al tercio al cuerpo médico que el duro y saltarín encierro de Guadiana pusiera a trabajar a destajo.
Otro signo no menos ominoso ha sido el desplome de la que aquí mismo llamamos generación de la esperanza. Una vez asestado al público el golpe bajo de escamotearle la presencia de Joselito Adame, principal animador y rotundo triunfador del ciclo anterior y, de lejos, la promesa de figura mexicana más sólida en décadas, hemos visto entrar en barrena a Diego Silveti, y retroceder peldaños a Arturo Saldívar, sus dos más aventajados y complementarios contendientes. Es volver a la incertidumbre de dos o tres años atrás.
Y aunque continúe en alza Fermín Rivera –y con él el toreo clásico y eterno--, uno se pregunta cuánto tiempo resistirá el potosino en ese limbo que representa el vestirse de luces apenas diez o doce tardes en un año. Más o menos como José Mauricio o Federico Pizarro, el Pizarro resucitado de la temporada anterior, por no hablar de Jerónimo, que también triunfó entonces, sólo para ver reducida su “campaña” de 2014 a media docena de actuaciones. Y a quedarse una vez más fuera de la temporada actual, mientras ocurren cosas como esa indescriptible “corrida de selección” de la semana anterior, cartel sin justificación ni objetivos ni pies ni cabeza, resuelto en un montón de pseudotrofeos, forzados por los familiares de los toreros.
Esto, un puro rodar y rodar, ha sido la mal llamada temporada grande durante diciembre de 2014 y lo que llevamos de 2015. No el mal trago de tantos fines y principios de año recientes sino una aproximación formal al caos. Caos que no por lánguido e insustancial, sino precisamente por eso, representa una alerta roja, inadvertida sin embargo por quienes más interesados debieran estar en encararlo y revertirlo. Procediendo de frente, con decisión y sin subterfugios.
Porque… ¿para cuándo entonces el dicho aquél de al toro, por los cuernos?