Leí "Abel", una novela del escritor italiano Alessandro Baricco que habla de un pistolero del viejo oeste norteamericano. Es la introspección de un sheriff que, en sus momentos más íntimos, reflexiona sobre el miedo. Sus deliberaciones me recordaron a las que hace Juan Belmonte en la novela de Chaves Nogales.
El personaje de Baricco dice: "el que dispara sin tener miedo o es un idiota o ha conseguido expulsar el miedo de la superficie de su mundo, enterrándolo en una mazmorra donde está destinado a crecer de forma invisible y feroz. Así que, en realidad, no hay nadie que conozca el miedo como los pistoleros que no tienen miedo".
Baricco describe el miedo como un vacío que golpea en la oscuridad, sin rostro ni origen, pero siempre presente. Abel se pregunta por esas noches insomnes en que ese miedo se instala en el alma: no son demonios ni remordimientos, "son sicarios de un miedo sin fuente, que golpea en el vacío, desde lejos, sin dejarse ver". Un temor más temible que cualquier pistola frente a los hombres.
Si Baricco veía en Abel la encarnación del miedo fundante, Belmonte lo padecía en carne propia. "El día en que se torea crece más la barba. Es el miedo. Sencillamente, el miedo".
Como Abel, profundizaba sobre sus efectos: "El organismo, estimulado por el miedo, trabaja a marchas forzadas, y es indudable que se digiere en menos tiempo, y se tiene más imaginación, y el riñón segrega más ácido úrico, y hasta los poros de la piel se dilatan y se suda más copiosamente. Es el miedo. No hay que darle vueltas. Es el miedo. Yo lo conozco bien. Es un íntimo amigo mío".
Aristóteles definía el miedo (phobos) como la pasión que despierta la expectativa de un mal inminente capaz de destruirnos o causarnos gran dolor. Por eso los toreros –o los pistoleros, según Baricco– lo conocen tan bien.
Podemos aprender de estos personajes cuyo oficio consiste en enfrentarlo. No se puede entender el valor sin reflexionar sobre el miedo. Para Aristóteles, el valiente no es quien carece de miedo, sino quien sabe afrontarlo y conducirse con rectitud a pesar de él.
Juan Belmonte explicaba como se relacionaban: "Acurrucado todavía entre las sábanas, con el embozo subido hasta las cejas, el torero empieza su dramático diálogo con el miedo. Yo, al menos, entablo una vivísima polémica. No sé lo que harán los demás toreros. Al miedo yo le venzo o, al menos, le contengo a fuerza de dialéctica. Es un diálogo incoherente, como el de un loco con un ser sobrenatural"
Así, como explicaba Aristóteles, el miedo es natural y universal, pero su gestión distingue al cobarde (que huye), al temerario (que lo ignora) y al valiente (que lo domina en su justa medida).
Siglos después, Spinoza matizaría: el miedo es una tristeza que puede paralizar o, si se une a la esperanza, orientar la acción.
El miedo no se expulsa ni se elimina: se administra, se dialoga con él, se transforma en movimiento. Lo sabía Aristóteles, lo confesó Belmonte y lo viven los toreros cada tarde. Esa es una de las razones por las que vamos a una corrida: para ver cómo un hombre convierte el peligro en belleza. En el ruedo, como en la vida, el valor no es la ausencia de miedo, sino la decisión de enfrentarlo con temple.