No podía ser de otra manera. Cañones de confeti, música de mariachis, lucecitas tricolores, Pepe Aguilar… y el gran consentido de la afición, Enrique Ponce, en los medios, con un sombrero de charro en la mano y la bandera de México, iluminado por una luz que hizo centellear las lentejuelas de ese vestido de torear blanco y plata, con cabos negros, idéntico al de su alternativa en Valencia, hace casi 35 años.
De esta despedida, y de ese vestido, llegó la evocación de Luis Procuna, que hace 50 años, el 10 de marzo de 1974, también dijo adiós enfundado en un traje similar, en medio de una algarabía colectiva impresionante, la de un público que vitoreaba a uno de los toreros más personales y arrebatados que ha parido el surrealismo artístico de este país.
Y de aquel fugaz recuerdo al de hoy, en otra época, con otra Fiesta, y la gente cantando en el tendido, agitando las lámparas de sus teléfonos celulares, muy a la manera del show business de estos años en que la épica, cuando los toros no embisten y se caen, como los de Los Encinos, ya no tiene remembranzas de ese pasado bello e histórico, sino los brillos del oropel de hogaño.
Quizá lo más reconfortante fue que el público acabó emocionándose con esta puesta en escena a la que antecedió una clásica faena al estilo de Ponce, con temple y estética, limpieza y voluntad, amén de los adornos genuflexo que tanto agradan a la concurrencia, y una estocada por derecho a un toro de regalo que de salida fue protestado por unos cuantos, tal vez los mismos que en su día le exigieron cuando convirtió a esta plaza el patio de su casa.
Porque la corrida se iba a pique, y también la esperada despedida de Ponce, ese ídolo de masas que se había estrellado con un lote de inválidos, toros que no aportaban nada a la causa, mientras los minutos transcurrían y la gente ansiaba ese toro de obsequio que se dejó torear para que la tarde culminara con ese final feliz, de telenovela de los años 90, en el Canal de las Estrellas, con el rating por las nubes.
En medio de esta sentimental algarabía, Diego Silveti aprovechó su buena suerte, y toreó bien al tercero, el único toro de Los Encinos que permitió un mayor lucimiento dada su infinita nobleza. La faena fue de menos a más, con muletazos acoplado, sereno, lento en su andar, a veces demasiado, y una estocada recibiendo que levantó los ánimos de todo mundo. Y así cayeron en sus manos dos orejas que vienen a ser un tanque de oxígeno para el hijo del inolvidable rey David, en un coso donde últimamente no le habían rodado bien las cosas.
La faena al quinto, que carecía de remate, fue aseada y le buscó las vueltas hasta que el de Los Encinos se apagó y su encomiable labor quedó en nada, muy a tono con lo que estaba pasando en los toros anteriores.
Con nota sobresaliente aprobó el examen Alejandro Adame, que trazó una faena de un magnífico acabado, en la que toreó con cabeza clara y regusto, sobre todo al natural, pitón del toro de la confirmación por donde cuajó los mejores muletazos de la tarde y uno, especialmente, en el que detuvo el tiempo.
Una estocada entera, un tanto desprendida, le valió el corte de una oreja, la primera que obtiene en esta plaza el más joven de la "Cosecha del 22", que con esta sobresaliente actuación, si se considera lo poco que ha toreado, pide que se le abran más puertas, porque en él hay un torero interesante.
En el sexto abusó de alargar la faena sin que ello fuera necesario, pues no había por dónde sacar partido a otro toro deslucido de un encierro decepcionante, y de comportamiento un tanto extraño, ya que varios ejemplares apuntaron actitud de embestir, pero no podían ni con su alma.
Y el hidrocálido se extendió cuando ya la gente estaba deseosa de ver a Enrique Ponce con el de regalo, ese toro con el que llegó el momento que devolvió la ilusión a sus miles de seguidores, que se le entregaron sin reserva como en sus mejores tardes, que en esta plaza las tuvo a lo largo de esta intensa relación amorosa con la afición de la Plaza México.
"Hasta siempre", maestro, como rezaba el letrero dibujado sobre la arena… y en la pantalla electrónica en la puerta de cuadrillas. "Ojalá que te vaya bonito", como diría el genial José Alfredo Jiménez.