La leyenda del Ave Fénix apenas serviría como soporte metafórico para la historia breve y trágica –al tiempo que dramática en su largo y doloroso fuego lento– de David Silveti Barry (CDMX, 03-10-1955 - Salamanca, Guanajuato, 12-11-2003), tercer eslabón de una importante dinastía de matadores de toros que se ha logrado extender por cuatro generaciones. Y, sin duda, uno de los casos más admirables de vocación taurina, por encima del cúmulo de dificultades que el azar le obligó a afrontar.
El Ave Fénix
Su mito se remonta al antiguo Egipto y concretamente a Heliópolis, cuyo significado en griego es ciudad del sol. Así, como criatura solar, debió ser considerada una especie de águila real cuyo plumaje mezclaba el oro con la púrpura y que, si realmente existió, quedó extinta hace milenios. Debido a su alucinante belleza fue rápidamente incorporada a las mitologías de diversas religiones, incluidas algunas versiones primitivas de la biblia judeocristiana. En todas ellas se le atribuye la milagrosa facultad de resurgir de sus cenizas tras haber sido fulminada por un rayo, según unas, o en posesión de una longevidad de siglos, atravesada por numerosas resurrecciones, según otras.
Asombroso caso
Las vicisitudes de David Silveti empezaron la tarde de su confirmación de alternativa en la Plaza México, cuando pisó un hoyo en la arena y en el esfuerzo por no caer se lesionó los ligamentos de una rodilla (06-01-1979). Lo que aparentaba ser un contratiempo ortopédicamente superable iba a convertirse en recurrente pesadilla para el hijo de Juan Silveti Reynoso, aquel que fuera uno de los toreros más clásicos y puros de su tiempo. David reanudó su carrera sin estar completamente recuperado y sus rótulas, frágiles de por sí, lo resintieron. Con la agravante de que su estoico aguante le costaba golpes y caídas que fueron agravando la situación.
No es cosa de detallar las intervenciones quirúrgicas, con sus prolongadas convalecencias, a las que David se sometió (¡38!), ni dar aquí cuenta puntual del viacrucis de un torero que, además de poseer un valor que recordaba el de su abuelo Juan –conocido también como Juan sin Miedo y el Tigre de Guanajuato–, había heredado la finura de procedimientos y las exigencias de clasicismo del padre, doblemente vulnerable por tanto. Pero más que las astas de los bovinos, lo castigó la endeblez de sus rodillas.
En más de una ocasión, los cirujanos que lo intervinieron y dieron seguimiento a su caso predijeron que no volvería a caminar. Rebelde a los pronósticos más pesimistas, David Silveti recorrió, entre fugaces recuperaciones y nuevas recaídas, los hospitales más prestigiosos de México y Estados Unidos, se hizo operar una y otra vez por especialistas en ortopedia y medicina deportiva, y desoyó los consejos de los galenos que le sugerían, en ahorro de más frustraciones y sufrimiento, abandonar la idea de volver a torear. Era como si con cada sentencia fatalista avivara en su interior el deseo de contrariarla. Por eso, con ayuda médica o por cuenta propia, se sometió a los tratamientos más extremos y, de últimas, optó por una prótesis metálica que protegiera y dotara de cierta movilidad sus rodillas. Todo con tal de dar oportunidad, cuerpo y expresión al torero que llevaba dentro.
Con el tiempo, su sorprendente recuperación, apoyada en la perseverancia, la voluntad y un profundo y severo estoicismo, sería tema de conferencias, coloquios e informes en revistas especializadas en temas médicos alrededor del mundo. Abreviando, el Rey David –como ditirámbicamente se le conoció--, visitó y habitó más sanatorios que plazas de toros durante la mayor parte de sus años como matador, 26 para ser exactos, a contar desde su alternativa (Irapuato, 20-11-1977) hasta su muerte por propia mano, pues para dejar este mundo eligió el mismo medio que Juan Belmonte, uno de sus modelos de vida.
Especialista en resurrecciones
Mediados de los 80. En México la bravura decae y la fiesta da tumbos, esporádicamente rescatada por algunos buenos toreros entre los cuales no parece encontrar suficiente espacio David Silveti, con su valor frío y sus rodillas de cristal. Hasta que, ausente de la Plaza México desde hacía más de un lustro, su nombre vuelve a sonar a través de algunas tardes y faenas provincianas. Se dice que su renovada versión torera está adquiriendo resonancias desconocidas
¿Será verdad tanta belleza?
Lo pudimos comprobar en la reapertura del coso de Insurgentes que siguió al drástico portazo del año 88. Ese día, David borda dos faenas antológicas con un buen lote de Tequisquiapan –el negro "Peregrino" y el redundante berrendo "Berrendito" –, borra a sus alternantes y conquista la México para siempre (28–05–89). Empero, su calvario no termina.
Nuevas recaídas, con o sin cogida, lo envían al dique seco, pero entre unas y otras llegaría otra fecha fundamental (27–01–91), encartelado con Mariano Ramos y Jorge Gutiérrez, que también triunfaron sobre la beata mansedumbre del encierro de La Gloria. Pero el que lloró delante del toro e hizo llorar al público fue David: lo logró con un solo increíble, interminable e inolvidable pase natural ligado sin enmienda al de pecho, dentro de uno de los muleteos más sentidos que se recuerden. A ese "Presumido", quinto de la tarde, reservón desde su salida, le cortó una oreja después de pincharlo dos o tres veces.
Mas ni la debilidad de sus rodillas, que no le permitían apoyarse debidamente al entrar a matar, ni contratiempos que en otros supondrían simples revolcones y en David nuevas intervenciones con sus paros consecuentes, fueron capaces de restarle arrestos. Eso sí, se le veía cada vez más disminuido, a despecho de alguna buena tarde capitalina más. En esta etapa se multiplicaron acres censuras a sus picadores porque "le dejaban sus toros listos para el bistec", sin comprender que era un hombre cuya falta de movilidad lo hacía más indefenso ante las astas que cualquier otro torero.
Con el último aliento
Con los años finales del siglo XX pareció llegar a su término la dramática lucha del David Silveti contra su adverso sino. O así lo pensamos todos. Por eso se dio poco crédito al anuncio, a mediados del 2002, de que el torero de las rodillas de cristal se preparaba para reaparecer. Con ese escepticismo a priori lo vi, de blanco y oro, torear en Puebla una corrida en homenaje al Calesero que saldó con el corte de dos orejas –a los toros "Don Alfonso" y "Poeta", previo aviso la segunda. Y tuve que cabecear la crónica de ese día (14-09-02) con un "Silveti, mejor que nunca", en justo reconocimiento a la asombrosa quietud –obligada por el estado de sus piernas, exigida por su invencible alma guerrera– y la impalpable suavidad de trazo de sus verónicas, gaoneras, pases por alto y de pecho, redondos a derecha e izquierda y estatuarios ochos en los medios de El Relicario con que alimentó ese día nuestro asombro. Por eso, cuando se anunció su reaparición en la capital, ya avanzada la temporada del 2002-2003 en la México, ahí estuvimos, dispuestos a atestiguar la reedición del prodigio.
El cartel era flojo y mediana la entrada. Por más esfuerzos que hago no consigo recordar nada de las actuaciones de Manolo Mejía y Finito de Córdoba –que recibió los infamantes tres avisos– con unos torillos de Fernando de la Mora empeñados desde su aparición en rendir tributo al post toro de lidia mexicano. Pero lo si sus alternantes no lograron conmovernos en momento alguno, David lo consiguió nada más abrir su capote ante el soso abreplaza mediante la infalible fórmula de afirmar las plantas en la arena y hacer el toreo de brazos hasta donde ese astado lo permitía, que no fue mucho. Pero todo lo que le David hizo interesó, y a la muerte del tal "Danza con Luna" las palmas lo llamaron a saludar desde el tercio.
"Mar de Nubes"
Nos enteramos hace poco que existe en Zaragoza una escuela taurina con este nombre, del todo extraño para el grueso de la afición española. Interrogado al aire durante la transmisión de una novillada en Bilbao, uno de los directivos de la misma reveló que le pusieron así en honor "al toro de Fernando de la Mora que inmortalizó el Rey David". Y lo soltó tal cual, sin más explicaciones, al micrófono de la televisora…
Recuerdo de "Mar de Nubes" el pelaje cárdeno claro y unos enormes y brillantes ojos negros que transmitían una nobleza infinita que el comportamiento del astado nunca desmintió, incluso cuando –en mitad de la faena– tuvo al torero entre los pitones y lo depositó en la arena sin tirar una sola cornada. Para entonces ya la plaza era una casa de locos y Silveti un hombre transido por el éxtasis de una obra solamente comparable –por su magnitud y por el efecto embriagador que tuvo en el público–, a las de El Pana con "Rey Mago" y "Conquistador" en lo que sería la tarde de su vida (07–01–2007).
Recuerdo también que el alboroto se desató desde que David atrajo la primera embestida hacia su capote para mecerlo con increíble delicadeza y férreo gobierno en una serie de verónicas de naturalidad y temple sobrenaturales, rematados con una media de frente, por el pitón izquierdo, de belleza subyugante. Y ya la apoteosis no cesó, antes bien subió de tono con las chicuelinas andantes para poner al bicho delante del caballo y en el quite por tafalleras, rematado con una pulseada larga de original y dibujada sencillez.
La faena
Como si el nombre del cárdeno fuera un presagio, como entre nubes, toro, torero y gentío fuimos transportados sin apenas darnos cuenta a otra dimensión. Y en ese ensueño permanecimos mientras David, quietísimo, acariciaba por alto la nobleza de "Mar de Nubes", la lentificaba en redondo sin apenas enmienda o, en el colmo del delirio, ligaba el natural al de pecho, una y otra y otra vez, quietos los pies, naturalísimo el talante, profunda, conmovedora la expresión.
Cuando al fin se movió del sitio lo hizo entre un revolotear de sombreros y con toda la plaza en pie, rumorosa, conmovida y como ensimismada en su delirio. La vuelta a la Tierra llegó para nosotros a través de sus reiteradas deficiencias al estoquear. Poco importaba, porque las vueltas al ruedo las dio bajo una aclamación interminable. Certificaban que acababa de ocurrir, y de presenciarse, una especie de milagro. Eterno en su fugaz hermosura. Consumada obra de arte.
La secuela
Se avecinaba la corrida del 5 de febrero pero no iba a permitir la empresa que se colara a su cartel semejante torero, así que Silveti fue anunciado para la fecha anterior, domingo 2, en terna retro que incluyó a sus coetáneos Miguel Espinosa y Jorge Gutiérrez con un encierro mixto (Teófilo Gómez y Julio Delgado). Miguel dio una vuelta al ruedo, Jorge saludó dos ovaciones desde el tercio. Y David escuchó un aviso en su primero –lo llamaron a saludar– y dos más antes de conseguir darle muerte a "Cosquilloso"(4o); aun así, lo llamaron a dar la vuelta al ruedo entre ovaciones tempestuosas. Así habrá estado.
Fue la última aparición de David vestido de luces (azul rey y oro) en la Plaza México. Toreó su última corrida en Cadereyta, Nuevo León, antes de sufrir un golpe en la cabeza en la plaza de San Miguel de Allende en un festival, y meses después optó por quitarse del todo de este mundo una fría mañana de noviembre, en la finca familiar de Salamanca, estado de Guanajuato. El mismo en cuya capital nació, más de un siglo atrás, el fundador de la dinastía Silveti, conocido también como "El Hombre de la Regadera" y, coloquialmente, como El Meco, aquel bragado y altivo charro llamado Juan Silveti Mañón (1893-1956).