El 22 de enero de 1888 –ayer hizo 129 años–, nacía en León, Guanajuato, Rodolfo Gaona Jiménez. De familia humilde pero bien constituida, fue un niño con tanto brillo en los ojos como en la sensibilidad y el intelecto: Julio Téllez me ha platicado que alguna vez tuvo en sus manos cierto cuaderno escolar del pequeño Rodolfo, y pudo leer allí unos versos impecablemente rimados y cargados de fervor hacia los próceres de la patria, obra, sin duda, de un muchacho asombrosamente sensible y precoz.
Pero la escolaridad de Rodolfo fue mínima, y las urgencias económicas de la familia lo encaminaron pronto hacia empleos pobremente remunerados. Demasiado poco para el talento y las aspiraciones del chico. ¿Qué hacer, ante perspectiva tan desesperanzadora? Tras probarse en diversos oficios relacionados con la zapatería –la industria leonesa por antonomasia–, Gaona se enteró que un banderillero español retirado había fundado en su ciudad una escuela taurina, donde preparaba con toda formalidad a jóvenes aspirantes a la gloria de los redondeles, una salida ardua y peligrosa pero muy acorde con la época.
Se dice que el imberbe Gaona indagó aquí y allá hasta que, finalmente, en un billar localizó y se presentó a Ojitos (Saturnino Frutos, que había sido banderillero del famosísimo Frascuelo antes de viajar a México como parte de la cuadrilla de Ponciano Díaz, el torero-charro de Atenco. Y aquí se quedó). Fue el inicio de una larga y fascinante historia.
De León a Puebla y de Puebla al cielo
Entre los muchos sobrenombres que se le adjudicaron –Petronio de los Ruedos, Califa de León, Pontífice Máximo…– Rodolfo prefirió siempre el de Indio Grande, por ser el que mejor definía su identidad nacional y su descomunal magnitud torera. La Escuela Juvenil Mexicana –como llamó Ojitos a su academia leonesa--, empezó a funcionar con tal rigor y eficacia que no tardó en consolidar una cuadrilla de veintitantos jóvenes perfectamente aptos para desempeñar las diversas funciones de la lidia –había matadores, banderilleros, picadores y hasta puntilleros, muchos de ellos de brillante futuro profesional–. Y tan pronto los percibió capaces de llevar la teoría a la práctica, los presentó en público como becerristas (León, 01-10-1905), antes de recorrer con notable éxito poblaciones del centro y norte del país.
Para 1906, la cuadrilla estaba lista para presentarse en México, pero Ojitos, precautoriamente, decidió establecerse en la cercana ciudad de Puebla, de gran abolengo taurino, donde la cuadrilla entera habitó la amplia vivienda ubicada en el número 19 de la calle Juan Mújica, hoy 7 Poniente, a la altura de los números 700. Allí, en la plaza El Paseo, ubicada en el mismo barrio de El Parral, se sucedieron los triunfos de la Cuadrilla Juvenil Mexicana, entre otros el que el propio Gaona llamó siempre la tarde en que se le reveló el brillo del lucero, a través de tres tercios de redondez casi mágica con un bravísimo utrero de La Trasquila (13-01-1907). Paradójicamente, en ese mismo ruedo y por un toro del mismo hierro sufriría, ya matador, la cornada más grave de su vida (13-12-1908).
Cuando se avizoraba ya el debut capitalino, un avispado taurino avecindado en el DF, también español y también exbanderillero –Enrique Merino "El Sordo"–, dispuesto a explotar perversamente la buena docencia ajena, hizo labor de zapa entre los muchachos, bajo la promesa de hacerles ganar en poco tiempo un dinero que con "Ojitos" jamás verían. De todos, Rodolfo Gaona, ya cabeza de cartel, fue el único que permaneció al lado de su maestro cuando, una madrugada, el resto de la tropilla abandonó subrepticiamente la vecindad poblana que habitaban. Cuanto antes, El Sordo presentó en El Toreo a la falsa Cuadrilla Juvenil Mexicana con un fracaso estrepitoso. Entonces tocó turno al novillero leonés que había permanecido fiel a su mentor (06-10-1907). El asombro y el éxito fueron arrolladores.
Cuando se universalizó el toreo
Roto el grupo que con tanto cuidado había formado y una vez superada la desolación resultante, Ojitos –tras rechazar una tentadora oferta de Pepe del Rivero, el avezado empresario de El Toreo, para darle a Rodolfo la alternativa–, decidió presentar a su discípulo en España, y hacia allá navegaron en los primeros días de 1908. Desambientado y sin apoyos luego de su larga ausencia de la península, el viejo torero se jugó el albur de una encerrona de demostración y prueba, para la cual compró dos marrajos de Bañuelos, alquiló la placita de Puerta de Hierro –en la periferia de Madrid– y contrató un tranvía que llevase hasta el modesto coso a la flor y nata de la crítica taurina madrileña, la cual dio su visto bueno al desconocido y animó a su apoderado a organizar la corrida de su alternativa en el coso de Tetuán de las Victorias, otra barriada capitalina, donde José Lara “Jerezano” le cedió a Gaona el toro “Rabanero”, de Basilio Peñalver el 31 de mayo del mismo 1908. El refrendo en la plaza grande llegó el 5 de julio –con el toro "Gordito" de González Nandín y apadrinado por Juan Sal "Saleri"– y causó el mexicano tal sensación que, tras la salida en hombros, una semana después partía plaza para torear mano a mano con Vicente Pastor, ídolo máximo de la afición de la Villa y Corte.
Para abreviar, a lo largo de sus 14 temporadas españolas Rodolfo Gaona toreó más de 300 corridas, 81 de esos paseíllos en la plaza grande de Madrid –donde, paradójicamente, fueron más sus salidas por la puerta grande que la suma de orejas cortadas–. Por lo demás, paseo su señorío por las principales ferias y plazas españolas: en San Sebastián, luego de cobrar el rabo de un pablorromero, se hizo el favorito absoluto, incluso sobre los Gallos y Belmonte; en la capital de Navarra inmortalizó a "Cigarrito", de Concha y Sierra, el del famoso par de Pamplona (08-07-1915), y en Sevilla dejó para los restos la que consideró siempre la mayor y más clásica de sus faenas, al toro “Desesperado”, de Gregorio Campos (21-04-1912).
Sin olvidar la memorable tarde de "los dos solos" (21-06-1917), cuando el público madrileño los reclamó a voces a él y a Joselito El Gallo para una corrida de mano a mano que nunca se realizó, porque Juan Belmonte, al que aparentemente habían apabullado, le cuajó al sexto de Concha y Sierra la faena que habría de bosquejar los desconocidos alcances de la tauromaquia moderna. "Barbero" se llamó el terciado ejemplar inmortalizado por el Terremoto de Triana.
La tarde de Pamplona fue de las pocas de 1915 en que alternó con Joselito El Gallo, que se la tenía jurada y hasta lo vetó del abono madrileño de ese año. Pero el declive de Rodolfo en España aún tardaría un tiempo en producirse –cansado de lidiar con la picaresca taurina y con su propio desánimo, motivado en buena parte por un sonado fracaso matrimonial–. El empujón final se lo dio “Barrenero”, un correoso ejemplar de Albaserrada que el Indio se dejó vivo en Madrid, cuyo público lo despidió a cojinazos (29-05-19). Antes, el 27 de abril, le había cortado a "Vizcaíno", del Duque de Veragua, su última oreja madrileña.
En perspectiva, la prueba de grandeza definitiva la da el hecho de que Gaona fue capaz de alternar, en plan estelar siempre, con tres generaciones históricas de grandes toreros españoles: la de Bombita y Machaquito que reinó en la primera década del siglo XX, la intermedia de Rafael El Gallo y Vicente Pastor, y la revolucionaria de Joselito y Belmonte, que terminaría definiendo el rumbo futuro del toreo, ya como un arte en toda regla y no como simple destreza de gladiadores con vistas a la suerte suprema. Rodolfo vivió sin pestañear ese parteaguas, oponiendo a aquellos monstruos del toreo el contraste de una elegancia insuperable. Y una maestría que le brotaba a borbotones… cuando quería.
Plenitud definitiva
En 1920, Gaona regresa a México prácticamente derrotado. Llevaba casi cinco años sin pisar el suelo patrio, donde el presidente Venustiano Carranza (tío abuelo de Manolo Martínez) había prohibido las corridas en 1916. Pero una vez levantada la prohibición, el leonés experimentó vigoroso repunte y se puede decir –en palabras del inolvidable Manuel Jiménez "Chicuelo", su último rival de consideración en El Toreo– que nunca fue más maestro ni más artista que en los años comprendidos entre 1921 y 1925. De entonces datan sus históricas faenas a "Revenido", "Sangre Azul", "Huasteco", "Curtidor", "Girasol", "Brillantino", "Pavo", "Revenido II" y, finalmente "Azucarero", un berrendo en colorado frontino de San Diego de los Padres, el último toro de su vida.
Brillaba más que nunca cuando decidió retirarse, en una fecha que ha quedado impresa en los anales del toreo en México. La corrida se verificó en El Toreo de la Condesa, con el papel totalmente agotado, el 12 de abril de 1925, un mano a mano del leonés con Rafael Rubio “Rodalito”, diestro español tan insignificante que solamente por ese motivo casual se le recuerda. “Azucarero” fue un toro de regalo, con el que Rodolfo quiso desquitarse de su mala fortuna con un insípido lote de Piedras Negras.
Lo consiguió a plenitud, según puede comprobarse en la película de la lidia total del pastueño y enclasado sandieguino –un típico Saltillo mexicano, hermano del famoso "Sangre Azul"–, donde el Indio Grande luce espléndidamente sus cualidades con prestancia y sabor insuperables, en una faena insólitamente frondosa y larga para la época. Fue como si no quisiera dejar nunca de practicar el arte que tanto ennobleció, y que haría que el nombre de el Indio Grande pasara a la historia del toreo con letras capitulares.
Hombre de carácter firme, Rodolfo Gaona Jiménez, tras despojarse del terno celeste y oro de su última tarde, supo honrar su promesa de no volver a vestirse de luces, sin que pueda decirse lo mismo de la gran mayoría de los diestros –figuras o no–, retirados y vueltos a los ruedos al cabo de cierto tiempo. Y sin haber perdido, a los 87 años, su porte de emperador del toreo, murió en la ciudad de México el 20 de mayo de 1975.