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Desde el barrio: La mediocridad no ayuda

Martes, 21 Jul 2015    Madrid, España    Paco Aguado | Opinión   
La columna de este martes
La gente del toro de este lado del Atlántico está acabando de convencerse este verano de que el activismo en defensa de la Fiesta tiene inmediatos y satisfactorios resultados. Como nos vienen enseñando los franceses desde hace siglo y medio, una actitud reivindicativa y un permanente estado de alerta ante los ataques externos acaban por establecer las suficientes barreras de contención para, al menos, no ceder terreno ante el enemigo.

Las protestas y las convocatorias pro taurinas en los ayuntamientos de las localidades madrileñas de Pinto y San Sebastián de los Reyes han surtido efecto muy recientemente para dejar en lo que son, pura demagogia barata, los intentos de estos extraños izquierdistas de nueva ola convertidos de repente en déspotas ilustrados contra el pueblo, ya sea mayoría o minoría.

Otra cosa es lo que pueda suceder a partir de ahora con esos ataques en municipios donde la fiesta de los toros está menos afianzada o goza de un menor apoyo popular, como es el caso de La Coruña (y no decimos A Coruña, del mismo modo que no escribimos London) o Palma de Mallorca, ciudades donde los antis tienen bastante terreno ganado.

Aunque, a buenas horas mangas verdes, se anuncie allí un cartel de figuras para primeros de agosto, el hermoso Coliseo Balear de Palma, antaño escenario de más de cuarenta festejos por temporada, ya es sólo un residuo testimonial de su pasado esplendoroso, después de que la dejadez y la inoperancia de la casa Matilla lo hayan dejado totalmente asolado en manos de los políticos abolicionistas de las islas.

En cambio, en La Coruña, en esa Galicia donde los hermanos Lozano han convertido la plaza de Pontevedra en una especie de resistente aldea gala de los tebeos de Astérix, las cosas están difíciles socialmente tras varios años de infatigables y torticeras campañas antitaurinas empeñadas en rendir ese otro bastión del noroeste.

Aun así, el propio Tomás Entero, al que los radicales ediles del ayuntamiento que rescinden su contrato habrán de indemnizar con una cantidad más alta que si se diera la feria, anda pensando en instalar una plaza portátil en uno de los municipios aledaños para echar un pulso de fuerzas que mida el verdadero vigor de la afición en la zona.

Y no sería mala solución, sobre todo si unas cuantas figuras del toreo, con sentido de la responsabilidad y, por una vez, con visión de futuro, decidieran dar el paso adelante y se ofrecieran, incondicionalmente, a hacer el paseíllo en esa plaza donde un lleno hasta la bandera sería la mejor respuesta al fanatismo animalista que ha tocado poder.

Claro que, a tenor de cómo van rodando las cosas esta temporada, ese impulso solidario de las figuras se antoja bastante improbable. Refugiados en la dañina comodidad de los carteles cerrados y confiados de su presencia "obligatoria" en las principales ferias con altísimos cachés, no parece que por ahora ninguno de los punteros quiera hacer, como tampoco lo harán los grandes empresarios, un mínimo esfuerzo en apoyo de esta lucha por la supervivencia y la dignidad de todo el colectivo.

Aun con todo, no habría nada que reprocharles si su actitud en la plaza fuera la que se debe exigir a toda figura del toreo que se precie, que es algo que también se echa en falta en esta campaña del 2015, que, visto lo visto, está resultando la más mediocre de los últimos tiempos.

Una vez celebradas las principales ferias, sobran dedos de una mano para enumerar las faenas realmente memorables que hayamos podido presenciar, pero faltan dedos y hasta pelos, como cuando se cuentan ovejas en una noche de insomnio, para hacer relación de los trasteos anodinos, insulsos, monótonos, inexpresivos y "profesionales" con que nos han apabullado quienes deberían tirar del carro del espectáculo por otras vías muy diferentes.

Es el toreo asegurado tras esas muletas mostradas como pantallas de cine en 3D, el abuso ventajista del control sobre las embestidas y sus desplazamientos periféricos, el escaqueo del pecho y de los muslos a las trayectorias de los pitones a través de escorzos forzados e imposibles -la falta, en suma, de sinceridad, naturalidad e intensidad a favor de la "técnica"- el que está produciendo un hastío generalizado en los tendidos, desde donde, sin olés sentidos y previos que lo justifiquen, se acaban pidiendo las orejas sólo por ese triunfalismo superficial que algunos cegados reivindican como única solución a todos los problemas.

Pero el verdadero problema es precisamente ese toreo que a nadie interesa ni emociona, el que, salvo en contadas y honrosas excepciones, convierte las corridas de toros en espectáculos vacíos y sin sentido, en previsibles e intrascendentes puestas en escena donde lo que ocurre en la arena no interfiere, como en Pamplona, la juerga del tendido o, como en Madrid, el cotilleo y el alterne con gin-tonics.

Con los que no alternan las figuras de hoy es con los posibles aspirantes al trono que puedan incomodarles, que les fuercen a salirse de las casillas de su toreo mecanizado que, y eso es lo peor del caso, está marcando tendencia entre el resto de matadores y sirve de perversa guía a las nuevas generaciones de novilleros que están generalizando también esas formas defensivas de torear.

Para comprobarlo, fíjense simplemente en un detalle que parece estar pasando desapercibido pero que se está haciendo mala costumbre: la mayor extensión de los estaquilladores, algunos casi de un palmo más de largo que los normales, que se proyectan como palos de selfies para hacer de las muletas no un instrumento de mando y precisión sino un largo telón que ayude a evitar sustos y sorpresas desagradables.

La cuestión es que, a medida que esa forma de torear aleja la emoción de las plazas en la misma proporción que aleja al toro del torero, también puede distanciar de los tendidos a un público al que día a día se le arenga y se le mentaliza contra el toreo desde los medios de comunicación y sus campaña goebbelianas. Y lo peor que podría pasar es que se les siguiera dando  mucho tiempo la razón con un espectáculo mediocre, al que sólo pueden defender la emoción y la brillantez.


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