Desde el barrio: Un triunfo clandestino
Martes, 12 Ago 2014
Madrid, España
Paco Aguado | Opinión
La columna de este martes
Nada hay más inexacto que el cálculo de la entrada de público que hacemos los periodistas en nuestras crónicas y reseñas de los festejos. Y sobre todo en Las Ventas, donde, quién sabe por qué extraña rutina, hay una clara tendencia a fallar clamorosamente al alza.
Porque decir que el pasado domingo, en la corrida del muy taurino día de San Lorenzo, hubo en los tendidos de la Monumental madrileña un tercio de entrada, y si apuran hasta un cuarto, como se dice siempre, es ser demasiado optimista o tener un "ojo de mal cubero".
Teniendo en cuenta que a cada tendido de Las Ventas (incluyendo sólo altos y bajos, sin contar con gradas y andanadas) le caben aproximadamente mil personas, basta sólo con jugar a agrupar imaginariamente a los espectadores dispersos para tener una estimación muy aproximada de la verdadera entrada al acontecimiento.
Y es así como el pasado domingo, con poco más de 2 mil personas así contadas, el aforo real de la corrida de toros pudo ser más o menos de… ¡un décimo!, sabiendo como sabemos que el coso que ideara Gallito tiene cabida para unas 23 mil almas sobre el granito y el cemento de sus asientos.
Pero lo peor de esas pobres pero hinchadas entradas habituales del verano madrileño es que la gran mayoría de esa minoría de espectadores va a la plaza de la mano de unas agencias de turismo que cada vez parecen ejercer más influencia sobre la empresa. No en vano, le compran más de la mitad de las escasas entradas de cada festejo.
Por eso provoca una triste sonrisa el hecho de recordar cómo hace algunos años había voces que denunciaban la crítica situación por la que atravesaba la plaza de Barcelona, cuando a aquella otra Monumental entraban "sólo" seis o siete mil turistas cada domingo y a precios muy elevados. Si aquella era la decadencia catalana a manos del ínclito Balañá, ¿cómo podríamos calificar entonces el desértico panorama madrileño del momento.
Que a nadie extrañe esta aberrante situación, porque sin un cartel anunciador a la vista en toda la ciudad, y sólo con escondidos anuncios del festejo en los restringidos medios especializados, desde hace tiempo los toros en Madrid se han convertido en un acto clandestino, en una oferta de ocio menos publicitada y conocida que los espectáculos de las pequeñas salas de teatro independiente.
Es así como, abandonada a su suerte la plaza tras el inmenso negocio de la que ahora llaman "marca San Isidro", los festejos madrileños son poco menos que un acto folclórico organizado para las cámaras y los teléfonos de japoneses, italianos y rusos, justo antes de la cena con gazpacho en el tablao flamenco del centro histórico.
Con apenas quinientos aficionados "cabales" en los tendidos, y con un buen puñado de profesionales vestidos de paisano viendo como en la arena unos cuantos tuneleros maltratan la tauromaquia, la temporada de Las Ventas no pasa de ser un incómodo trámite para una empresa desinteresada y para unos políticos que sólo quieren salir en la foto de los días de vacas gordas.
Claro que alguna tarde aparece por la puerta de cuadrillas un torero con conciencia de ser mucho más que una anécdota para turistas y que se empeña en despertarnos de la siesta taurina. Y en recordarnos también la importancia del ruedo que está pisando, aquel que, no hace tanto, decidía el futuro del espectáculo y era capaz de cambiar en diez minutos la vida de quien asentaba en él las zapatillas para jugarse la vida con consciencia.
Así fue como llegó Eugenio de Mora el día de San Lorenzo a Las Ventas, dispuesto y convencido a desplegar toda su torería, valor, inteligencia y ambición. Veterano de muchas guerras y madurado en el ostracismo, el toledano dio una tarde de auténtica figura del toreo, ante sendos toros complejos del Conde de la Maza y Guardiola Fantoni, ganadería histórica ésta que, en un día triste y fuera de los focos, lidiaba su última corrida de toros.
La faena de Eugenio al primero fue compacta: técnicamente ejemplar, para buscar alturas y distancias con las que meter en la muleta a un mansote cornalón y negado a emplearse, tuvo también la fuerza de lo intenso, porque se pasó muy despacio y muy cerca de su cuerpo aquellas dos velas antes de cobrar una estocada poniendo toda la carne en el asador.
Cómo sería que hasta los guiris lo entendieron y vibraron con el trasteo. Porque no hace falta saber de toros, ni tener ojos expertos, para reconocer tanta y tan evidente verdad. Una verdad, más allá de la diferencia de culturas y de sensibilidades.
La plaza entera –o sea, esos pocos más de dos mil espectadores– pidió la segunda oreja para Eugenio de Mora, pero dio la casualidad de que en el palco se sentó el más inocente de todos los presentes: un presidente dispuesto a defender la "categoría" de esa plaza reconvertida en el Corral de la Pacheca.
No se enteró de nada el buen señor, al que, después, en el patio del desolladero, algunos reconvinimos su decisión de mangarle descaradamente la salida a hombros al veterano espada. "Eso lo dicen –nos espetó entre otros a algún muy conocido periodista– porque ustedes son de Toledo, como el torero".
Pero lo más gracioso o triste del asunto fue cómo la "máxima autoridad" de la plaza argumentó su decisión de dar sólo una oreja a una faena tan redonda: "Ha tenido varios fallos". "¿Cuáles?", le preguntamos con curiosidad. "No lo se ahora, tendría que mirarlo en mis notas…".
Este es el verdadero estado de la plaza de Madrid en la actualidad, con mil y pico turistas en el tendido y otro "guiri" más, pero todavía menos conocedor, en la presidencia que hasta se permite el lujo de negarle una Puerta Grande al torero que ha dado, hasta el momento, la tarde más importante después de San Isidro.
Una tarde rotunda, de tanto calado y de tanta importancia como aquellas que, también en verano aunque con media entrada de público, relanzaron en los ochenta a Paco Ojeda, a Ortega Cano, a Roberto Domínguez…
Esperemos que, al menos, a Eugenio le sirva para entrar en la feria de Otoño, sin tanto turista y con un presidente al que no le haga falta tomar notas para saber lo que tiene ante los ojos.
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