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Historias: Toreo durante la Independencia

Miércoles, 24 Jun 2020    CDMX    Francisco Coello | Foto: FC   
"...fueron años donde se desarrollaron buena cantidad de festejos..."
Entre 1801 y 1820 solo se conoce el nombre de un puñado de toreros, que fueron a saber: Ignacio Allende, el "torero Luna", Antonio Rea, Pedro Escobar, Julio Monroy, José Luis Monroy, Guadalupe Granados, Basilio Quijón, Joaquín Rodríguez, José María Montesinos, José María Ríos, José Apolinario Villegas, Onofre Fragoso, el "Sordo" Cevallos, Dionisio Caballero "Pajitas" y Joaquín Roxas, todos ellos toreros de a pie. 

Entre los de a caballo se encontraban: Felipe Monroy, José Antonio Romero, José Legorreta, Gerónimo Meza, Rafael Monroy (a) Santa Gertrudis, Ramón Carrillo, Demetrio Salinas y Juan Andrés Gutiérrez. También se aprecia a los célebres hermanos Ávila –Luis, José María y Sóstenes–, el "Loco" Ríos. No podían faltar Felipe Estrada, Vicente Soria, Miguel Girón, José Pichardo, de a pie. 

En las cabalgaduras: Xavier Tenorio, Ignacio Álvarez, Ramón Gándara y José Ma. Castillo o Praxedis… y hasta los "locos" Ríos, Tranquilino Moras, José Alzate y José Mata, lazadores como Mariano Estañón y Gumersindo Rodríguez.

Sin embargo, en lo que suponemos fueron años donde se desarrollaron buena cantidad de festejos, además de no contar con carteles que nos aporten información, la prensa de aquel entonces simple y sencillamente no registra un solo nombre, de ahí que se tenga la sospecha en un nutrido grupo de personajes cuya reputación quizá no haya sido suficiente motivo para anunciarles en las tiras publicitarias. De ese supuesto, encuentro en Noticias biográficas de INSURGENTES APODADOS, obra que recopilara el historiador zacatecano Elías Amador en 1910; largo catálogo que solo servirá para estimular la imaginación como veremos a continuación.

El Aguacero, Felipe Santiago.

El Aguador, Pedro Guzmán.

El Amo, José Antonio Torres.

El Arrierote, Pedro Rosas.

El Atolero, Andrés Pérez.

Botas, Máximo González.

Buen brazo o Brazo fuerte, Rafael Mendoza.

Cabo Leyton, Rafael Iriarte.

El Cadete, Bernardo Fuentes.

El Calero, José Atanasio Murcia.

Campoverde, Matías Enríquez.

Capitán Pepe, Cayetano Ramos.

La Capitana, Manuela Medina o Molina.

El Coyote, José Vigueras.

Los Cuates, Gervasio y Manuel Vázquez.

Curro el europeo, Francisco Fernández.

El Charro, Diego Tovar.

Chicharrón, José María Tovar.

Chile verde, Gregorio Sevilla.

Chito, José María Villagrán.

Huajes, José Salgado.

El Jiro, Andrés Delgado.

Lunar, Pedro Ameca.

El Meco, Leandro Rosales.

Los Monigotes, Antonio Quintero y Quirino Balderas.

El Negro, Pedro Rojas.

Negro Habanero, Francisco Valle.

El Pachón, Encarnación Ortiz.

Papatulla, Mariano Rodríguez.

Peseta, Antonio Castilleja.

La Pimpinela, Isabel Moreno.

Polvorilla, Vicente Enciso.

Salmerón, Tomás Baltierra.

Tata Gildo, Hermenegildo Galeana.

Teloloapam, Vicente Calderón.

De la obra se han extraído estos nombres, en el entendido de que más de alguno de los personajes, que todos se unieron al movimiento de independencia, también estuviesen realizando actividades a que quiero involucrarlos, sin tener idea precisa de ello. Ninguno de los referidos o cualquiera otro de los que aparecen en el mismo trabajo, figuran en alguna insinuación literaria o periodística de la época.

Sin embargo, hayan sido o no lo que se esperaría, el hecho es que por aquellos años, ante la consigna de una pronta y deseable emancipación, muchos otros pudieron dedicarse a las lides taurómacas en momentos significativos, además de propicios para mostrar sus habilidades, lo que por entonces no era propiamente un requisito, pues si bien las representaciones taurinas se organizaban siguiendo todavía los principios de fiestas solemnes o repentinas; el hecho es que hubo muchos sitios en que no faltaban. 

En todo caso, debió faltar una organización o formalismo entre aquellos dedicados de manera más formal y que además, contrataban sus servicios. Ese síntoma no era propiamente una garantía, lo cual permitió en poca medida que tanto festejo se celebrara, su anuncio en carteles o publicidad quedara reducido por falta de elementos con nombre y apellido que exaltar.

Luego entonces, recordemos que buena parte del repertorio novelesco del siglo XIX fue escrita a partir de bandidos, truhanes, bandoleros y demás referentes que solían estar presentes en una sociedad fracturada por razones como la deseable liberación de un incipiente estado-nación, así como por las condiciones económicas e inestables que se vivieron en aquella centuria. 

No en balde, "El fistol del diablo", "Los bandidos de Río Frío", "Astucia" o "El Zarco", son las referencias literarias más persistentes que nos dejan ver ese estado de la cuestión. Es probable entonces que, de aquel repertorio de personajes y protagonistas de toda laya, hayan surgido otros tantos que fungieron como toreros aunque no fuesen precisamente con objeto de convertirse en figuras, cosa que sí consiguieron años más tarde, los propios hermanos Ávila, así como Bernardo Gaviño y Andrés Chávez, entre otros.

Por lo tanto, empresarios o asentistas no podían involucrarse tranquilamente con quienes mantuvieron aquella dinámica rebelde, cargada de un cúmulo importante de actos violentos, estimulados sobre todo, por la venganza. Sabemos que en el trazo de aquella ruta independentista encabezada por Miguel Hidalgo, la matanza y asesinato fueron común denominador, aplicadas a ricos propietarios españoles, con el consiguiente y desmedido saqueo. 

Tal medida se multiplicó debido a que al crecer el movimiento, otros cabecillas ubicados en diferentes espacios geográficos de la todavía colonia española, se movilizaron bajo el mismo esquema. Aún así, la que pudo ser una acción contundente por parte de su principal responsable para tomar el poder y control de la situación, se detuvo abruptamente en el monte de las Cruces, donde Hidalgo decidió no entrar triunfalmente a la ciudad de México. Sabía perfectamente que se enfrentaba a las fuerzas realistas encabezadas por el virrey Francisco Javier Venegas, mismas que fueron doblegadas gracias a la estrategia militar de Allende. Sin embargo, el destino marcó un giro inesperado y el desenlace se quedó en el aire.

El conocimiento que tendrían todos aquellos protagonistas, se debía en gran medida a su experiencia en el campo, como hábiles vaqueros o administradores cuyo contacto cotidiano con el ganado les habría permitido ser consumados jinetes o enfrentar a pie las peligrosas embestidas de toros. Ensoberbecidos entre los mismos grupos a que pertenecían, no duden ustedes sobre qué no harían en aportar diversas suertes que luego se pulimentaban en las plazas, como nutriente cíclico en el que se daba un relevante despliegue de lances siempre acompañados de su riesgosa exhibición. 

Y si bien, apenas unos años atrás estaban dadas las condiciones fijadas por un auténtico canon como el que fue la "Tauromaquia o arte de torear" que fijó, gracias a su experiencia José Delgado "Pepe Hillo", es difícil pensar que los novohispanos siguieran a pie juntillas dichas pautas. Es probable sí, pues se trataba de encauzar el espectáculo por un ordenamiento, pero sobre todo por un conocimiento que hiciese de aquella manifestación algo más definido o depurado, en razón de que los de a pie estaban en absoluta libertad de decidir el nuevo destino del toreo.

Si de sutilezas se trata, no dudo entonces que aquellas nuevas recomendaciones poco a poco formaran parte de la práctica en diversos ruedos. Como ya se adelantaba, la presencia de Gaviño fue definitiva para que desde su radio de influencia, nuestro toreo cobrara forma, matizada por el colorido con el que contribuyeron infinidad de los de a pie y de a caballo.

¿Suertes improvisadas? Sí, en efecto y se trataba de la gran mayoría, pero no como agravante de aquello que ya se dictaba, sino de lo que cada quien, como intérprete, suponía era su mejor representación, así que no puede pensarse como deliberada forma de alterar, sino de afirmar en todo caso, la que con el tiempo se iba a convertir en la "mejor" de las versiones o interpretaciones. Es bueno recordar, por ejemplo, que la "verónica" alcanzó su más alto registro de depuración en manos de Francisco Vega de los Reyes "Gitanillo de Triana", esto en el primer tercio del siglo XX, así que entre su versión y la de muchos otros, se trazaba un puente en el que se recomendaba permanentemente el propósito de su pureza.

De vuelta al que ha sido motivo de estas notas, es que no podemos olvidar las muchas circunstancias que debieron darse en aquellos años donde el anhelo de libertad primero, y luego ya obtenida esta, dieron al toreo un significado cuyo andar era –paso a paso–, el vivo reflejo de aquella ruptura. 

Nos dejaron esa herencia, pues entonces debemos mantenerla, sí, pero bajo nuestra propia razón de ser. Quizá con esa idea, los nuestros se involucraron en mantener viva aquella antigua manifestación que, en buena medida, significaba diversión más que otra cosa, hasta que a partir de la octava década del XIX, las cosas se definieron hasta el punto de alcanzar un auténtico sentido de lo profesional en el espectáculo.

Tampoco en la iconografía gozamos de un despliegue importante, lo que impide tener mejor panorama de las cosas. Sin embargo, con lo que se tiene a disposición, es más que suficiente para darnos una idea de lo que aquella efímera fascinación pudo haber provocado entre los asistentes o testigos de hazañas, no solo la de toreros con nombre, apellido y un alias que les identificara públicamente, sino de todo aquel otro conjunto que provenía directamente del anonimato y que fue, sin duda alguna, el que más contribuyó a elevar el toreo mexicano a cimas nunca antes alcanzadas.

Otros escritos del autor, pueden encontrarse en: https://ahtm.wordpress.com/.


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