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Tauromaquia: De públicos y postverdades

Lunes, 27 Nov 2017    Puebla, Pue.    Horacio Reiba | La Jornada de Oriente   
...alguna vez he afirmado que la afición mexicana de entonces...
Se ha reiterado hasta el abuso que "los toros son el espectáculo más democrático que existe". Esto, para enfatizar la participación activa del público taurino en la marcha de cada festejo, con sus reacciones libres y espontáneas ante lo que ocurre en el ruedo, en uso de la extraña facultad de decidir sobre la marcha qué censurar y qué aplaudir, cuándo y qué reconocer, y cómo y por qué exigir, en un ejercicio de soberanía que, desde luego, ni remotamente se da en recitales y conciertos populares, ni tampoco en los estadios y arenas deportivas, donde los espectadores influyen sólo hasta cierto punto, y las porras o barras organizadas  pueden ser sumamente violentas y destructivas, pero no están capacitadas para imponer el marcador de un partido o la decisión de una pelea. Por no hablar del Congreso de la Unión y demás tenebrosidades de ese jaez.

Concedamos, pues, tan rara exclusividad al "democrático" público taurino. Pero sin olvidar que vivimos tiempos en que "democracia" dejó de ser una palabra mágica para transformarse en receptáculo de suspicacias. Ya por el riesgo que ofrece de imponer la dictadura de la mayoría, ya por enmascarar con su aritmética hábiles manipulaciones de masas, por parte de los poderes formales o fácticos que operan a la sombra. Y como muestra está la aparición de mandatarios tan nocivos como el actual presidente norteamericano, que ha venido a resolver cualquier duda sobre la desacralización de la democracia representativa. Y a implantar el imperio de lo que el propio Donald Trump llama la postverdad, aludiendo con tal palabreja afirmaciones evidentemente falsas, sostenidas como verdaderas por los poderosos a su entera conveniencia.

Vigencia de Ortega

No de Domingo, el recio lidiador de Borox –que hoy estaría más que nunca fuera de lugar–, sino del filósofo español José Ortega y Gasset, cuando asociaba la historia mayor de su país a la pequeña historia de las corridas de toros. Mismo juego de espejos que el paulatino desprestigio de las imperfectas democracias del siglo XXI insiste en ilustrar, a propósito de la marcha de la fiesta otrora brava en el nuestro. Porque la era de la postverdad no perdona países ni tradiciones. Mucho menos si el país es México y la tradición los girones que de la tauromaquia mexicana van quedando, por gracia de una globalización adversa y perversa… pero también, y sobre todo, por obra de un taurinismo pervertido y caduco.

Que ha encontrado su exacto eco en el público de la Plaza México. Sin que se sepa bien a bien que fue primero, si el huevo o la gallina.

Degenerando…

Si la ironía de Juan Belmonte calificó una vez el nombramiento a alcalde de un antiguo picador suyo como un caso de degeneración, la que pesa sobre el público capitalino roza ya el sarcasmo. Poco o nada queda del cónclave que conocí y me instruyó magistralmente en estas lides, cuando uno se empapaba de saber taurómaco oyendo lo mismo a la señora que viajaba en el mismo autobús hacia la plaza que al cojinero que opinaba certeramente del ganado de la corrida anterior mientras rebuscaba las monedas del vuelto, o escuchando lo que opinaba el vecino de una faena sin la consistencia exigible o cómo se obligaba unánimemente al diestro premiado de más a desechar una oreja concedida sin merecimientos reales. Y esa dosis de menuda pero eficaz sabiduría se transmitía al resto del país porque los festejos capitalinos se televisaban.

Doy fe, por ejemplo, que el público de mi ciudad, donde rara vez se daban corridas, sin entender mucho de toros, tampoco regalaba nada. Y en los últimos veinte años del desaparecido Toreo de Puebla –espléndida plaza de 14 mil localidades–, apenas concedió un par de rabos. Y verdaderos faenones de Calesero, César Girón, José Huerta, Capetillo, Leal, El Cordobés, Manolo Martínez, apenas alcanzaban el premio de una o dos orejas (los rabos de referencia los cortaron El Viti y Martínez).

No, con el público de La México de entonces no valían arrumacos ni subterfugios. Aquí, precisamente, nacieron dos coros que hoy recorren a pleno pulmón los cosos del orbe: el ¡to-re-ro, to-re-ro…! y el menos común de ¡to-ro, to-ro…! Éste, particularmente, servía para fustigar el mal aprovechamiento por el espada en turno de las cualidades de la res que tenía delante. Y tuvieron que escucharlo incluso infatuados figurones llegados del otro lado del Atlántico. Hoy, cuando surge más o menos tímidamente, si bien suele enfriar por contagio al resto del público, sólo sirve para exhibir a ciertos villamelones de sol general, que a cambio del boleto están ahí para hostilizar a un diestro determinado, por lo regular mexicano. Aunque reventadores hubo siempre, el resto de la plaza sabía ponerlos en su lugar.

Agravio comparativo

Alguna vez he afirmado que la afición mexicana de entonces –entiendo por aficionado a alguien que sigue con fervor la marcha de la Fiesta donde quiera que ésta se reproduce, directamente o a distancia: y ésos los había en abundancia– era la mejor formada e informada del mundo. Y lo sustento así: hasta nosotros llegaba copiosa información no sólo de lo ocurrido en plazas de la república –las corridas destacadas se televisaban–, sino de todas las ferias españolas importantes. Y para que no nos quedásemos sólo con las reseñas escritas y los reportajes fotográficos, que circulaban profusamente en El Redondel y en diarios deportivos (Esto, Ovaciones, La Afición) e incluso generalistas (El Heraldo de México, Novedades), estaban el Brindis Taurino de José Alameda y otras emisiones suyas como Toros en España, que mostraban filmaciones completas de las faenas cimeras de cada ciclo. Por televisión abierta, pues otra no había.

Contábamos, además, con una larga serie de plumas capaces de analizar y recrear los festejos capitalinos con conocimiento, profundidad y estilo. Eco ideal de toda Temporada Grande eran los textos firmados por el propio Alameda, Juan Pellicer, Manuel Horta, Carlos León, Septién García, Alfonso de Icaza, Rafael Solana, Don Luis, Don José, Flamenquillo, Jarameño, Josene, Alberto A. Bitar, Octavio Cano y demás. Y con ello teníamos para analizar y discutir a gusto el resto de la semana. Una verdadera escuela de buena afición.

Homenaje a la postverdad

El otro domingo se inauguró formalmente la temporada 2017-2018 en la cazuela de insurgentes. Eso, al menos, sostiene la información que circuló antes y después del festejo. Pero no hay mucho que festejar. El Juli, quizá. Aunque resulte descorazonador contemplar al diestro más poderoso de la época enfrentado a borregos agonizantes. Y asombre comprobar cómo el público capitalino de ahora entra en éxtasis mientras el madrileño acompaña a media altura conatos de embestida de docilidad perruna. Sin dejar de aplaudir incluso esporádicos embarullamientos o, peor aún, estocadas capaces de competir con los rejonazos traseros, desprendidos y perpendiculares de Hermoso de Mendoza. Como el palco lo ocupaba un juez a modo, pues vaya la oreja –primera de la temporada– aunque sólo sirva para que el triunfador la pasee entre discrepancias. Más valor tuvo la vuelta al ruedo tras su segunda faena.

De dulce con Julián, el público –este público, asistente en buen número al improcedente mano a mano–, estuvo injusto con Joselito Adame. Pero más injusto estuvo Adame con el Joselito arrasador de hace tres años en la misma plaza, o el que inauguró en plan grande la temporada 2015-16. Aquel pintaba para figurón. El del domingo no se acopló nunca con los bueyes que en mala hora salieron por la puerta de las decepciones, pese a que El Juli acababa de ilustrar la manera de lidiar con semejante ganado: tranquilamente erguido, acompañando con la muleta a media altura su cándido pasar –de arrastre lento en vida–, y aprovechando esa circunstancia para mantener el equilibrio corporal y el taurino. José Guadalupe, en cambio, buscó siempre un toreo retorcido y desequilibrado, tanto que alguna vez se cayó solito en la cara del burel. Aunque el manso, allí cerquita, ni se enteró siquiera.

Por lo demás, sus exhaustivos trasteos aburrieron soberanamente al cónclave. Y coger las banderillas como recurso extremo ni le sirvió para arreglar su tarde y en cambio puede costarle exigencias fuera de lugar en el futuro. Craso error el suyo y el de quienes lo hayan mal aconsejado. ¿Algún consuelo? Que este Joselito del domingo nada tiene que ver con el de tan gallardo desempeño en España, o el que recientemente cortó un rabo en Guadalajara.

De los mansos de Teófilo Gómez poco hay que agregar. Salvo que, como ya se esperaba, representaron de maravilla al post otro de lidia mexicano. En una corrida que estiró la desesperación a cerca de cuatro horas, y puede pasar por ejemplo perfecto de la teoría de la postverdad.


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