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Desde el barrio: La estocada, ¿fin o medio?

Martes, 18 Jul 2017    Madrid, España    Paco Aguado | Opinión   
...La estocada, en realidad, es un fin en sí mismo, el acto...
Que nadie crea que lo de Pamplona de este año es o ha sido solo una excepción. El hecho constatado de que se pidieran y concedieran cantidad de orejas simplemente por matar a la primera, cayera como cayera la espada y más si el efecto de la estocada arriba o del sartenazo era fulminante, es algo que se va repitiendo más de la cuenta en otras plazas.

Poco a poco, el público de las corridas de toros se va pareciendo más, preocupantemente, al de las corridas de rejones, en las que cuenta más la farfolla del espectáculo que el meollo de la lidia, la vistosidad de la puesta en escena que la sinceridad y el sentido artístico de los encuentros. Y, en el fondo, casi de manera inconsciente, cuenta sobre todo esa sensiblería animalista que también está llegando a los tendidos.

Los no aficionados, ese público casual que, como en Pamplona, acude a la plaza por pura costumbre de fechas feriadas, no quiere ya que el toro “sufra” con más de un pinchazo o una sucesión de descabellos. O rechaza incluso que se le mate, como se comprueba en San Fermín cuando el torero monta la espada y cientos de peñistas de sol, sobre todo los más jóvenes, se dan al pitido y a la protesta.

Este cambio de actitud de las masas, evidente por mucho que queramos ignorarlo, viene dado inequívocamente por cuestiones “culturales”, motivado por ese bombardeo de mensajes buenistas que ha instalado en la conciencia de la sociedad actual una mentalidad de corte anglosajón que, en aras de los beneficios de la globalización capitalista, anula todas las diferencias locales, regionales y hasta nacionales.

Hace ya tiempo que entre el animalismo, las nuevas religiones, el marketing, las redes sociales y demás instrumentos de conquista silenciosa y pacífica de los poderes supranacionales, las costumbres y tradiciones de la cultura mediterránea y de la religión cristiana van perdiendo fuerza en el mundo latino. Y, por ende, atentan contra la misma esencia de las corridas de toros, como representación simbólica de tantas cosas que se supone que llevamos acumuladas durante milenios en nuestro ADN.

El tema es tan profundo y tan amplio de analizar que daría para mucho más que los dos folios de este artículo semanal. Pero conviene al menos señalarlo porque, si se trata de defender la supervivencia de la tauromaquia en este siglo XXI, ha de ser especialmente por ese frente social y cultural por el que habrá que encauzar los más serios contraataques contra la apabullante y efectiva ofensiva globalizadora.

Se trata, pues, de realzar y ensalzar todavía más nuestra diferencia, de hacer más patente, para sacudir los espíritus más críticos y las mentes de aquellos que aún no han sido abducidos por la estúpida marea buenista, el eterno y maravilloso contraste de vida y de muerte que encierra el rito taurino.

Por eso, ya que hablamos matar a los toros, tenemos que explicar y dejar meridianamente claro, incluso o sobre todo a los neo aficionados, que la estocada no es un medio para rematar la puesta en escena de las faenas, porque eso la haría, dentro de esta nueva mentalidad, perfectamente prescindible dentro de la corrida y aceleraría su desaparición.

La estocada, en realidad, es un fin en sí mismo, el acto sacrificial que está en el origen de la expresión más culta y elaborada de la tauromaquia, que no es otra, desde primeros del siglo XVII, que el festejo ordenado en plaza. Porque sin estocada no hay lidia, porque, en esencia y desde que el toreo es torero, todo lo que se hace con el astado nada más aparecer por chiqueros, todo el empirismo, la técnica, el dominio y la estrategia desarrolladas por tantas generaciones de toreros, está enfocado única y exclusivamente a que llegue en las mejores condiciones posibles al momento crucial de ser estoqueado.

Ese y no otro es el sentido de la tauromaquia culta, por mucho que al paso del tiempo esta "maquia", que diría un romano, se haya ido adornando y mejorando con matices y cuestiones éticas y estéticas que la han convertido, también y además, en una expresión artística de primer orden.

Pero la esencia de todo esto no es otra que la muerte del toro en la plaza, esa que hay que defender a capa y espada –y nunca mejor dicho-, más allá de corrientes sensibleras. Porque sin muerte, como se vio en Quito con la prohibición de Correa, la corrida se convertiría en un vacío y folkórico ballet con animales más o menos peligrosos… siempre y cuando estos "colaboren" al paso a dos.

De hecho, y como muestra elocuentísima, durante esa misma Feria de Jesús del Gran Poder, se repitió más veces de lo deseable una triste escena: la de los toreros acortando a la nada sus faenas en cuanto el toro les planteaba un mínimo de problemas, ahorrándose así el esfuerzo y el riesgo de lidiarlos y poderlos, de corregir defectos y de buscar las mejores condiciones posibles para dar ese último y decisivo muletazo, a sabiendas, claro, de que no tenían que empuñar la espada de acero.

Sin muerte del toro, del ruedo desaparece la lidia. Sin estocada, un fin en sí mismo,  el toreo se queda sin épica y sin ética, sin gloria y sin tragedia, reducido sólo una estética vacía y decadente como la de esas bobas modas pasajeras que nos imponen el marketing y los medios de comunicación. Sin estocada, sin ese arriesgadísimo encuentro vital de desnuda y cruda autenticidad entre el hombre y el animal, el toreo se quedaría en nada. Como una tonta y gringa noche de Halloween.


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