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Tauromaquia: Tragedia, tauromaquias y vacíos

Lunes, 10 Jul 2017    Puebla, Pue.    Horacio Reiba | Opinión   
"...oficio de lidiador poco tiene que ver con lo que acostumbramos..."

La nota no podía ser más escueta: en el hospital Agustín H´Oran, de Mérida, el viernes 30 de junio, falleció el “novillero” de 25 años Ramiro Alejandro Celis Luit "Niño de Dzununcán", víctima de una cornada interna sufrida la semana anterior en el poblado de Dzibikak, durante un festejo de feria.

El finado, que se había iniciado en las lides taurinas a los 13 años, en la cuadrilla de Víctor "El Chamaco" Balam, deja viudaNelsy Esther Luit Pooly dos hijos. Los médicos solamente informaron que el diestro presentaba un cuadro de dolores abdominales, y fuentes del diario Esto establecen como causa probable del deceso la fractura de costillas, no atendida a tiempo, que le habrían perforado el pulmón. 

En un país donde los toros perdieron la mayor parte de su fiereza y, por lo tanto, las cornadas escasean más que nunca –y cuando se presentan, es siempre en perjuicio de toreros modestos, causadas por astados de ganaderías vetadas por los que figuran--, el sureste del país suma una víctima más a su fúnebre registro de los últimos años, con cuatro toreros muertos en tres años y medio: Jesús Méndez Uh (07-12-2013, en Xiulub), Miguel Farfán Marín (18-05-2014, en Maní), el cabo de los Forcados Hidalguenses Eduardo del Villar (18-05-2014, en Seybaplaya, Campeche, con una femoral rota por el toro "San Isidro Labrador",  de Rancho Seco, que pertenecía al rejoneador Emiliano Gamero) y, ahora, Ramiro Alejandro Celis (30-06-2017, tras ser herido en Dzibikak, en fecha no precisada, por un toro cunero de la región).

Salvo la cornada al forcado Del Villar, causada por un toro de ganadería acreditada en corrida formal, celebrada en un pequeño puerto del estado de Campeche, los otros tres decesos tienen en común el haber ocurrido en sendas poblaciones yucatecas, en el transcurso de festejos de carácter informal, donde es costumbre participen cuadrillas regionales que practican una tauromaquia que se ha desarrollado secularmente al margen de reglamentos y registros digamos oficiales.

Un toreo de formas libres, en el que participan toreros de la legua y lugareños en feria, predispuestos a la expansión entusiasta, que no excluye  eventuales insultos y salidas de tono. Lo que normalmente se lidia allí es ganado criollo, bravucones que pueden inclusive ser de raza cebú y que, si sobreviven, servirán para festejos posteriores. En tales circunstancias, el oficio de lidiador poco tiene que ver con lo que estamos acostumbrados a degustar como toreo propiamente dicho, sujeto a reglamentos bien establecidos –aunque a menudo violados– y a cargo de matadores y cuadrillas atenidos a unos usos estabulados con toda precisión.

La dureza invisible

Como vemos, se trata de dos versiones de la tauromaquia radicalmente distintas entre sí. Y, paradójicamente, la mayor exposición y riesgo no son por cuenta de los espadas cotizados y sus subalternos formales. A la luz de los hechos aquí comentados, está claro que, por lo menos en México, el mayor peligro no procede de reses anunciadas en los carteles como cuatreños o novillos íntegros, sobre todo si proceden de vacadas dedicadas al cultivo del post toro de lidia mexicano, sino más bien de aquellos animales de procedencia incierta, curtidos en mañas y latines, que obligan a una azarosa lidia defensiva con participación simultánea de varios toreadores –reminiscencia remota de las corridas antiguas–.

Si a tales inconvenientes le agregamos la deficiente o nula atención médica en casos de accidente, no cabe duda que el riesgo de muerte lo afrontan los miembros de tales cuadrillas regionales –tan fuertemente arraigadas en el sureste de la república, aunque novenarios, jaripeos y similares los hay asimismo en el resto del país– más que cualquier matador de alternativa o que aspire a obtenerla. Los míseros sueldos –a veces incluso inexistentes– son una agravante más, que nos recuerda que la crudeza del milenario encuentro entre el hombre y la bestia, la mortal apuesta que supone, se ha desplazado en nuestro país de las plazas de toros a los escenarios pueblerinos, con sus moruchadas de feria y las modestísimas cuadrillas regionales que con su callado heroísmo las animan.

Y cuyas cada vez más frecuentes tragedias están demandando una atención humanitaria urgente y conjunta a las condiciones sanitarias que prevalecen en tales contornos.

Pamplona, otra tauromaquia más

Correr toros en las fiestas populares es uno de los deportes más extendidos en la geografía española desde tiempo inmemorial. De modo que la fama de Pamplona como sede mundial de tales prácticas habrá que relacionarla con los escenarios de la novela Fiesta, de Ernest Hemingway, cuya primera edición data de 1926 y que fue, de inmediato, un gran éxito de librería; si bien la toma de Pamplona por el turismo internacional ha ido en progresivo aumento a partir de la segunda mitad del siglo XX, a tono con el desborde viajero de la sociedad de consumo.

Como es obvio, los que los turistas de países ricos buscan en los sanfermines no es la feria del toro, como han bautizado los publicistas de la Casa de Misericordia –empresa organizadora– la anual serie pamplonica de corridas, sino los sobresaltos del encierro mañanero, ese galope al azar de la corrida de cada tarde desde los corrales del Gas hasta la plaza de toros, distante 800 metros del lugar del chupinazo. Es decir, no el toreo sino la peligrosa tauromaquia consistente en correr delante del ganado, salvando obstáculos al tiempo que se guía la manda hasta su lugar de destino.

Hay ahí una modalidad más de la tauromaquia, sin duda emotiva y peligrosa, que tiene su propia técnica y requiere la participación de corredores expertos, sin cuyo casi invisible auxilio la bulliciosa masa que escapa de esa docena de astas lanzadas completamente de frente seguramente arrojaría mucho más lesionados de los que comúnmente se presentan.

Una tauromaquia que, como la yucateca, desarrolla sus propios especialistas, con nombres propios y capacidades y estilos que los iniciados distinguen y reconocen como si de toreros famosos se tratara.

¿Para cuándo?

Se supone que la Plaza México cuenta con una empresa constituida, que ya pagó un duro noviciado y, hasta donde se sabe, se mantiene al pie del cañón. Lo que nadie conoce es para cuando tendrá pensado llevar a cabo la temporada chica a que obliga el reglamento vigente, si es que la CDMX está dispuesta reconocer la existencia de algo como un reglamento taurino en estos tiempos procelosos. En todo caso, la empresa no ha dado señales de vida, lo cual, a la altura del mes de julio, es una anomalía inexplicable.

Se podrá argumentar, eso sí, que la búsqueda de novilleros más o menos preparados para comparecer en la México es un empeño digno de Diógenes y su lámpara célebre. Lo cual hace todavía más absurda la suspensión de la serie de festejos menores que se desarrollaba en Cinco Villas, con participación inclusive de Jesús Colombo, el venezolano felizmente victorioso en San Isidro, Sevilla y ahora también Pamplona, que vino al último festejo cincovillense y se alzó, asimismo, triunfador absoluto. 

Mal del siglo

No es el único, pero sí uno de los más graves: sin novilladas, la fiesta no tiene futuro. Así, lisa y llanamente. Que los jóvenes mexicanos con aspiraciones deban afincarse en España para disponer de alguna oportunidad –vía las escuelas taurinas, que por cierto enseñan una tauromaquia sin conexión con la nuestra– es algo terriblemente costoso, y lo es en más de un sentido.

¿Podrá esperarse algún tipo de reacción, no de una empresa en particular, sino del sistema taurino nacional, que tendría que abocarse al rescate de la fiesta actuando coordinadamente, con sentido común y sin las rencillas de costumbre? 

Aunque los milagros existen, sobran antecedentes contrarios a esa posibilidad, que bien pudiera ser la última.


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